Extractivismo y derecho humano al desarrollo. Contraste de modelos de progreso en el proyecto de autopista San Cristóbal de las Casas-Palenque, Chiapas
Eloina Alejandra Rodríguez Petrova[1]
“Abre su entendimiento, ensánchalo, para que pueda caber la verdad. Y se detenga antes de descargar el latigazo, sabiendo que cada latigazo que cae graba su cicatriz en la espalda del verdugo. Y así sean sus gestos como el ungüento derramado sobre las llagas.”
Rosario Castellanos
Resumen: Este artículo analiza el derecho humano al desarrollo en contraste con los modelos extractivistas promovidos por el Estado mexicano, especialmente en el contexto del proyecto de autopista San Cristóbal de las Casas–Palenque, en Chiapas. Se parte del reconocimiento de una dicotomía entre una visión hegemónica del desarrollo y las propuestas comunitarias e indígenas que promueven el Buen Vivir, la sostenibilidad y la autodeterminación. A través del estudio de caso del Movimiento en Defensa de la Vida y el Territorio (Modevite) se evidencia cómo las comunidades indígenas organizadas articulan resistencias y alternativas frente a megaproyectos extractivos impuestos sin consentimiento previo. El texto argumenta que la imposición de proyectos viola los derechos colectivos de los pueblos y reitera la necesidad de incorporar sus perspectivas como condición para garantizar el derecho humano al desarrollo.
Introducción
Explorar el derecho humano al desarrollo revela una dicotomía sobre la relación de la persona con la naturaleza. Por un lado, la visión utilitarista y antropocéntrica que impera en el sistema político y económico dominante, que concibe el desarrollo como un proceso que requiere de la explotación intensiva de la tierra, entendida como una fuente de recursos disponibles para ser apropiados y transformados en beneficio de quienes poseen el capital y el poder. Esta concepción prioriza el crecimiento económico, la modernización tecnológica y la inserción en el mercado global, por encima del cuidado del medio ambiente o de los patrimonios bioculturales.
Por otro lado, existen voces que parten de una concepción relacional y amplia con los territorios, para las cuales el desarrollo no puede entenderse de forma separada del cuidado de la vida ni de una relación de reciprocidad con la naturaleza. Esta perspectiva, presente en la visión colectiva del Buen Vivir que orienta la existencia de numerosos pueblos indígenas y comunidades rurales, reconoce que el territorio no es un simple recurso económico, sino un espacio vivo que sostiene identidades, culturas y formas de convivencia armónica con el entorno. La preservación de estos territorios es, desde esta mirada, una condición indispensable para la reproducción de la vida, tanto de las generaciones presentes como de las futuras.
Estas diferencias no son únicamente conceptuales, sino también filosóficas y, sobre todo, empíricas. Son conceptuales porque exponen definiciones distintas sobre qué es el desarrollo, qué fines persigue y a quiénes beneficia. Son filosóficas porque sustentan concepciones opuestas acerca de la relación entre las personas y la naturaleza, de cómo debe generarse el bienestar y qué valores deben guiar la vida colectiva. Y son empíricas, ya que se expresan en experiencias concretas de despojo y destrucción de los territorios para supuestamente impulsar el desarrollo, contra las cuales surgen resistencias sociales.
Es así que la tensión entre los modelos estatales y globales de desarrollo y los modos comunitarios de vivir bien se materializa en conflictos socioambientales locales, en los que las políticas neoliberales extractivistas se enfrentan con las luchas de los pueblos que defienden sus formas ancestrales de vida y organización. En este punto, es importante precisar que, si bien los megaproyectos son localizados, en general, obedecen a planes nacionales, regionales e incluso globales de reordenamiento social y económico.
En este contexto, numerosos pueblos indígenas se organizan para oponerse a megaproyectos que consideran dañinos e impuestos desde fuera. La respuesta estatal, lejos de atender sus demandas y de tomar en cuenta sus perspectivas y necesidades, consiste en ignorar, reprimir, criminalizar o amenazar a quienes exigen el respeto a su libre determinación sobre sus territorios.
A lo largo de este texto, se analizarán estas problemáticas y sus implicaciones desde el ámbito de los derechos humanos, con atención en las formas en las que los pueblos y comunidades organizadas de Chiapas han formulado y defendido propuestas alternativas de desarrollo frente a los proyectos extractivistas impulsados en la región.
Este estudio se basa en el acompañamiento jurídico y político a comunidades y pueblos en resistencia contra la autopista San Cristóbal de las Casas-Palenque, que conforman el Movimiento en Defensa de la Vida y el Territorio (Modevite). Dicha experiencia de defensa ha permitido documentar violaciones a derechos humanos, pero también visibilizar la riqueza de las propuestas comunitarias sobre el cuidado del territorio, la autonomía y el sentido propio del desarrollo para las comunidades indígenas. Además, si bien este texto recoge y posiciona las perspectivas de los pueblos, no pretende suplantar su voz ni su fuerza; se construye a partir de las reflexiones y sentires que surgen del acompañamiento y la convivencia con ellas y ellos, reconociendo al mismo tiempo los sesgos que atraviesan a la autora.
Contexto del proyecto de autopista San Cristóbal de las Casas-Palenque en Chiapas
“El territorio tiene sentido porque nos da la vida en su forma de montaña, agua, animales. Con un vínculo espiritual que nos conecta con Dios, por todo lo que nos da para nuestra existencia de las generaciones pasadas, presentes y futuras.”
Miembros del Modevite
En el discurso oficial del Estado mexicano, como en otros países de América Latina y el Sur Global, se suele invocar al “desarrollo” para legitimar proyectos que responden a lógicas de extractivismo, acumulación y despojo.
El extractivismo se refiere a un modelo económico basado en la explotación intensiva de materias primas para su exportación, generalmente sin procesar, hacia los mercados globales. Según Gudynas (2011), el extractivismo no se limita solamente a la minería o el petróleo, sino que incluye cualquier actividad que remueve grandes volúmenes de naturaleza, como gas, madera, agua e incluso alimentos, con bajo nivel de procesamiento industrial de forma local.
Este modelo se ha consolidado en países del Sur Global bajo la justificación del avance y crecimiento económico, pues, en efecto, genera ingresos públicos, empleos y crecimiento a niveles macroeconómicos de forma evidente. Por esa razón, el modelo extractivista se presenta por estos estados como el único medio que existe para alcanzar el desarrollo, sin considerar los límites ecológicos ni los impactos sociales a largo plazo.
Según Svampa (2019), el modelo extractivista, a mediano y largo plazo, intensifica la dependencia económica, concentra los beneficios en pocos actores y provoca conflictos socioambientales, además de causar daños irreversibles en los ecosistemas. Este enfoque, denominado neoextractivismo, perpetúa las desigualdades estructurales y reproduce dinámicas coloniales, con la participación activa del Estado. De tal suerte, los modelos extractivistas, aunque son presentados como impulsores del desarrollo, en lugar de promover el bienestar colectivo, en la práctica perpetúan estructuras coloniales, dependencia económica y consecuentemente violaciones de derechos.
Desde esta lógica, a partir del periodo colonial hasta la actualidad, el sur de México, por su notable riqueza biocultural, ha sido objeto de la imposición de proyectos de infraestructura, turismo, energía y explotación de la naturaleza que, bajo el discurso del desarrollo, reconfiguran económica y socialmente la región. Lo anterior debido a que esas intervenciones se llevan a cabo bajo prácticas de extracción excesiva sin considerar el daño a los ecosistemas ni las afectaciones a las culturas, formas de vida y sistemas de conocimiento que sostienen dichos territorios. Lo que constituye, en palabras de Leff (2004), un proceso de “colonización de la naturaleza” que erosiona las bases materiales y simbólicas de la diversidad biocultural.
En este contexto, las comunidades que han habitado ancestralmente los territorios cuestionan estos modos de definir e imponer el desarrollo. Desde la cosmovisión de los pueblos indígenas, se plantea que no es necesaria la acumulación material o la integración al mercado, sino que se debe fomentar la posibilidad de vivir en equilibrio con la naturaleza y garantizar la reproducción de la vida comunitaria para que exista un verdadero desarrollo: “queremos un buen vivir desde nuestra cultura y por eso decimos NO a todo lo que dañe la vida de nuestros hijos y de nuestras comunidades, NO al mal gobierno y NO a los megaproyectos que buscan extraer nuestro territorio” (Modevite, 2016).
No obstante, en los últimos años, megaproyectos planteados para el crecimiento económico de la región Sur-Sureste de México, como el Tren Maya, los corredores turísticos, los parques eólicos y autopistas, como la de San Cristóbal de las Casas a Palenque, se presentan como proyectos necesarios y deseables para el crecimiento económico de la región, sin considerar seriamente las voces disidentes de quienes habitan y cuidan esos territorios.
El proyecto de la autopista San Cristóbal de las Casas-Palenque se inscribe en un escenario de disputa territorial y de modelos de desarrollo contrapuestos. Desde inicios de la década de 2010, ha sido promovido por el gobierno como una obra estratégica orientada a detonar el desarrollo regional a través del turismo, el comercio y la mejora de la conectividad, en el marco de iniciativas de integración como el Plan Puebla-Panamá (Bellinghausen, 2008). En los discursos oficiales y en los medios de comunicación masivos se ha sostenido que esta infraestructura “mejorará la economía y el turismo” en la región (Flores, 2025). No obstante, el trazo del proyecto pasa por territorios habitados por pueblos indígenas, cuyas visiones, necesidades y propuestas de desarrollo propias han sido sistemáticamente excluidas de los procesos de planificación e implementación.
El Movimiento en Defensa de la Vida y el Territorio (Modevite) surge en 2013, en respuesta a estos megaproyectos extractivistas que amenazan los territorios indígenas tseltal, tsotsil y ch,ol. Este movimiento articula un modelo de resistencia colectiva basado en la defensa del territorio como bien común, en la práctica de la espiritualidad indígena y en la lucha por la autodeterminación comunitaria. Este movimiento no se opone solamente a proyectos como la autopista San Cristóbal de las Casas-Palenque, sino que también propone alternativas inspiradas en el Buen Vivir, en las que el territorio no es usado como mero recurso, sino cuidado como el elemento vital y espiritual que sostiene la vida colectiva (Mendoza Zárate, 2025).
Este contexto brinda sustento empírico al análisis sobre el derecho al desarrollo, interpela las nociones mayoritarias de progreso e invita a preguntarse: ¿qué significa el desarrollo y para quién? ¿Puede haber desarrollo sin justicia territorial, respeto a los modos de vida y armonía con la naturaleza? ¿Qué nos enseñan los pueblos que resisten sobre otras formas posibles de habitar el mundo?
Derecho humano al desarrollo: escuchar otras voces
El Derecho humano al desarrollo, reconocido dentro de instrumentos internacionales como la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas (1986) y el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (1989), surge como una categoría reciente dentro del abanico de los derechos humanos y su gestación se vincula con las luchas de los países descolonizados y con los reclamos por un orden económico internacional más justo.
Dicho derecho implica que todas las personas y pueblos tienen la facultad de participar, contribuir y beneficiarse del desarrollo, el cual es entendido como un proceso integral que debe promover el bienestar económico, social, cultural y político de las personas y de los pueblos en condiciones de igualdad y sin discriminación (CNDH, 2019).
El reconocimiento y consolidación del derecho al desarrollo se ha sustentado en la premisa de que el desarrollo no puede reducirse únicamente al crecimiento económico, sino que debe evaluarse también a partir del acceso efectivo a los derechos humanos fundamentales y a la justicia social.
Este enfoque, opuesto a la acepción tradicional de desarrollo, enfatiza que éste ha de basarse en principios de equidad, sostenibilidad y en la participación activa de la población en las decisiones que afectan sus vidas y territorios. En esta lógica, como lo plantea Sen (2000), el desarrollo debe entenderse como un proceso de expansión de las libertades y capacidades, lo cual implica no sólo garantizar la satisfacción de necesidades materiales, sino también el ejercicio pleno de derechos y oportunidades para todas y todos.
El derecho humano al desarrollo, desde este enfoque, no está reconocido en la Constitución Mexicana. Si bien, el artículo 25 constitucional establece que el Estado es responsable de regir las políticas de desarrollo nacional integral y sustentable, ese artículo señala que el desarrollo se medirá con base en la competitividad, el fomento del crecimiento económico y el empleo. Lo anterior sin hacer mención de que, para que exista el desarrollo, se requiere la garantía de los derechos sociales y culturales, el cuidado de la naturaleza y del respeto a la libre determinación de los pueblos sobre sus territorios.
Siguiendo esta lógica, el gobierno federal y estatal sigue impulsando políticas públicas orientadas a “integrar” a los pueblos y comunidades al desarrollo nacional e internacional. La narrativa que acompaña estas medidas suele enfatizar la reducción de la pobreza, la conectividad y el crecimiento económico y se invisibilizan los impactos sociales, ambientales y culturales que generan.
En el caso de la autopista de San Cristóbal de las Casas a Palenque, llamada “Ruta de las Culturas Mayas”, el Estado mexicano ha violado los estándares del derecho humano al desarrollo al priorizar un modelo de desarrollo basado en la generación de infraestructuras para la extracción y traslado de bienes y la conectividad comercial, ignorando así los derechos colectivos de los pueblos a decidir sobre cuáles son los modos de desarrollo que realmente mejorarían su vida, su territorio y su futuro.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido en su jurisprudencia que el derecho al territorio incluye no sólo la posesión física de la tierra, sino también la facultad de los pueblos indígenas de participar en decisiones que afecten sus tierras, recursos y formas de vida, especialmente ante proyectos de desarrollo o inversión estatal o privada. Esta participación debe ser parte prioritaria de la preparación de los proyectos, para garantizar su libre determinación (CIDH, 2007). El derecho al desarrollo no puede entenderse de manera aislada del principio de libre determinación de los pueblos indígenas. Este vínculo es fundamental, pues el desarrollo impuesto sin consentimiento se convierte en un mecanismo de dominación que vulnera derechos humanos y reproduce estructuras coloniales.
De esta forma, al tratarse de megaproyectos en territorios indígenas, no existe solamente un desacuerdo económico o de propiedad, sino un conflicto de garantía de derechos humanos, en la que dos formas antagónicas de plantear el desarrollo generan la vulneración no sólo del derecho a la participación, sino también el derecho colectivo al territorio, a la identidad cultural y al desarrollo conforme a los propios valores y prioridades de los pueblos indígenas, tal como lo reconocen los instrumentos internacionales de derechos humanos, como la citada Declaración sobre el Derecho al Desarrollo y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (ONU, 2007; ONU, 1986).
Autonomía, justicia y defensa del territorio: propuestas desde los pueblos
El principio de autonomía ha sido central en las luchas por la justicia en los territorios, entendido como la capacidad de los pueblos para gobernarse según sus propias normas, instituciones y decisiones colectivas (ONU, 2007). En el caso de Chiapas, el respeto de este principio se ha exigido en diversos niveles desde el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y en movimientos como el Modevite, que promueven procesos de deliberación interna, cuidado del territorio, espiritualidad indígena y construcción de alternativas productivas que no dañen el entorno.
Desde la época colonial, los pueblos indígenas han padecido un acceso limitado a derechos, tierras, educación y salud. Esta discriminación, que se ha manifestado en la exclusión social y económica, es perpetuada por el racismo institucionalizado y por las instituciones políticas y jurídicas. En este orden de ideas, fue hasta 2001 en que se reconocieron constitucionalmente en México los derechos de libre determinación y autonomía, como consecuencia del levantamiento de los pueblos del EZLN.
En este sentido, la propuesta alternativa de desarrollo del Modevite no se basa en una sola política pública ni en un plan técnico, sino que surge desde las formas propias de organización, espiritualidad y relación de los pueblos indígenas tseltal, tsotsil y ch,ol con su territorio. Su lucha propone un desarrollo de los pueblos basado en la vida digna, la autonomía, la justicia comunitaria y el respeto a la Madre Tierra. La exigencia del movimiento incluye que los recursos públicos contemplados para el avance y desarrollo de la población rezagada a nivel nacional sean utilizados en políticas verdaderamente beneficiosas para la vida, como en la educación, salud, autonomía alimentaria, preservación de las semillas nativas, continuidad de las tradiciones, etc.
En esta perspectiva, la relación de los pueblos que conforman el Modevite con sus territorios no es de dominación, sino de reciprocidad, asumiéndose como protectores de la herencia recibida de sus antecesores y como responsables de transmitirla íntegra a las futuras generaciones. El territorio, por tanto, es memoria, sustento material y espacio sagrado que garantiza la continuidad de la vida; su defensa no responde únicamente a la utilización de los recursos, sino también a la obligación ética de heredar a quienes vienen un espacio vivo y sano.
Ahora bien, el término pueblo, cuando se usa en un sentido colectivo, va más allá de una suma de individuos, tiene una carga política, cultural y territorial más profunda. El pueblo es un sujeto colectivo con una identidad. En este sentido, un pueblo puede ser una comunidad que comparte, de forma enunciativa mas no limitativa, una historia, cultura, lengua, formas de organización o vínculos con un territorio determinado. No se refiere a una población genérica o estadística, sino a un sujeto colectivo que se identifica como tal y actúa en consecuencia. A diferencia de los individuos, el pueblo tiene derechos que no se pueden disolver en decisiones personales o individuales.
El derecho internacional, a partir del Convenio 169 de la OIT y de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, así como la Constitución Mexicana en la reciente reforma al artículo 2 (2024), reconocen a los pueblos como sujetos de derechos colectivos. Éstos abarcan los derechos a la libre determinación, al territorio y a mantener sus instituciones, cultura y sistemas normativos propios. Por lo tanto, cuando las políticas estatales y los proyectos extractivos no contemplan la participación directa de los pueblos en su diseño y análisis de pertinencia, no sólo amenazan la sostenibilidad ecológica y la diversidad cultural, sino que también atentan contra el derecho colectivo a la libre determinación de los pueblos indígenas.
El derecho de libre determinación de los pueblos es llamado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como un derecho originario, es decir, anterior y superior al derecho estatal moderno. Este derecho no emana de las leyes nacionales ni del derecho internacional vigente, sino que se fundamenta en la continuidad histórica, cultural y política de los propios pueblos indígenas (CIDH, 2021).
El origen de este derecho, de conformidad con el Informe citado, corresponde a una etapa previa a la consolidación de marcos jurídicos nacionales e internacionales. De tal suerte, los sistemas normativos de los pueblos indígenas son anteriores al derecho estatal, en tanto que surgen de su existencia como pueblos mucho antes de la conformación de los Estados-nación modernos. Estos derechos no emanan de la concesión estatal, sino del reconocimiento de su condición de sujetos colectivos preexistentes.
En este sentido, para que el derecho al desarrollo pueda ser ejercido de forma plena y respetuosa con la normatividad indígena y en consonancia con la libre determinación de los pueblos, es indispensable que los estados conozcan, reconozcan e incorporen las visiones propias que los pueblos tienen sobre lo que significa desarrollarse. No se trata de adaptar las políticas existentes a sus formas de vida, sino de garantizar sus derechos partiendo desde sus prioridades comunitarias y sus necesidades reales. Escuchar sus voces antes de formular cualquier proyecto no es una concesión, sino una obligación jurídica y ética derivada de su derecho a la libre determinación (ONU, 2007; CIDH, 2021). Únicamente de esta manera será posible construir procesos de desarrollo realmente sostenibles, justos y en armonía con la diversidad de los pueblos que habitan los territorios.
La carretera San Cristóbal de las Casas-Palenque: ¿desarrollo para quién?
Como se ha manifestado a lo largo del texto, el proyecto de infraestructura carretera San Cristóbal de las Casas-Palenque, promovido como una estrategia de crecimiento económico para el Estado y para el país, refleja una visión de desarrollo basada en principios extractivistas, ajena a las prioridades comunitarias. La oposición de los pueblos y comunidades organizadas a este megaproyecto no parte de un rechazo al progreso, sino de una defensa del derecho a decidir sobre su territorio, su futuro y sus formas propias de vida. Es por esto que el Modevite ha permanecido por más de diez años en resistencia contra ese y otros proyectos impuestos en sus territorios (Mariscal, 2023). En el último año, tras el anuncio de los gobiernos estatal y federal de retomar la construcción de la mencionada autopista, el movimiento ha iniciado estrategias de defensa de sus territorios por la vía jurídica.
Se han interpuesto, con el acompañamiento de la Clínica Jurídica Minerva Calderón de la Universidad Iberoamericana de Puebla, amparos y otros recursos administrativos contra la imposición de un megaproyecto en los territorios sin tomar en cuenta, ni informar debidamente a las comunidades directamente afectadas (Mariscal 2025). Sin embargo, las respuestas del órgano encargado de impartir justicia a nivel federal, en el circuito correspondiente al estado de Chiapas del Poder Judicial de la Federación, no han sido respetuosas de las obligaciones que provienen de los estándares en materia de derechos humanos de los pueblos indígenas, estableciendo en sus decisiones, criterios regresivos y discriminatorios.
Las personas juzgadoras, encargadas de resolver los juicios de amparo y las autoridades responsables en sus manifestaciones dentro de los juicios, han sostenido que el proyecto obedece a un supuesto interés social superior, argumentando que la autopista detonará el desarrollo regional y mejorará la conectividad territorial. Sin embargo, tales afirmaciones, además de que no han sido respaldadas por diagnósticos culturalmente pertinentes, tampoco demuestran que la planeación y ejecución de dicho proyecto haya respetado los derechos humanos de los pueblos a la libre determinación, atendiendo las necesidades de las comunidades indígenas afectadas, a quienes tampoco se les ha informado de qué formas prácticas y por cuánto tiempo serán realmente beneficiadas del proyecto.
Como ejemplo, la jueza federal Ana Luisa Mendoza Álvarez decidió negar la suspensión definitiva en un juicio de amparo promovido por el Modevite porque:
el órgano jurisdiccional estima que […] de dejar de aplicar los efectos del Acuerdo General reclamado, se ocasionarían perjuicios a la sociedad, en mayor medida a los beneficios que pudieran obtener la parte quejosa con tal medida cautelar, dado que la sociedad está interesada que el Estado ejercite su obligación constitucional en la planeación y ejecución de […] de los proyectos estratégicos para el desarrollo. En tal virtud, otorgar la suspensión solicitada implicaría un perjuicio al interés social y contravendría disposiciones de orden público, dado el interés de la sociedad y del Estado, en (sic) promover el desarrollo del Estado. (Poder Judicial de la Federación, 2025)
Aunque desde esta lógica estatal puede parecer que se trata de una minoría que se opone al interés general del Estado o de la mayoría de la población chiapaneca, el derecho internacional reconoce que los derechos de los pueblos indígenas deben prevalecer precisamente por su carácter histórico, colectivo y por la necesidad de corregir desigualdades estructurales (CIDH, 2021; ONU, 2007).
En este sentido, el hecho de que las comunidades indígenas afectadas por la autopista representen un sector numéricamente menor no deslegitima sus demandas. Por el contrario, exige mayor protección ante el riesgo de ser desplazadas, invisibilizadas o violentadas por intereses que privilegian el crecimiento económico sobre la justicia social. El principio de libre determinación implica que el desarrollo debe surgir desde abajo, no ser impuesto desde arriba.
La legitimidad de las políticas no se debe basar exclusivamente en la voluntad de la mayoría, sino también en el reconocimiento y protección de los derechos fundamentales, incluidos los derechos colectivos de grupos históricamente discriminados o en situación de desventaja. Aunque las demandas de las comunidades puedan parecer “contramayoritarias” —en tanto se oponen a decisiones estatales, políticas de desarrollo o megaproyectos avalados por el voto de las mayorías—, su legitimidad radica en principios más profundos del derecho internacional: el respeto a la dignidad humana, la autodeterminación sobre sus territorios y formas de vida y la no discriminación.
La negativa de suspensión, de esta forma, perpetúa la exclusión estructural de las comunidades indígenas en la toma de decisiones que afectan directamente su forma de vida, cultura y entorno. Al rechazar la suspensión sin atender al contexto particular de las comunidades y sin aplicar el parámetro de regularidad constitucional y convencional, el órgano jurisdiccional falla en garantizar el derecho a la participación informada y adecuada en los proyectos que afectan los territorios de los pueblos.
Conclusión
Para las comunidades y pueblos, el desarrollo está ligado a la protección de los territorios y la vida que representan y contienen, además de a la transmisión intergeneracional de saberes y prácticas culturales, y al fortalecimiento de sus formas propias de organización social y política.
Las resistencias contra proyectos extractivistas no son rechazos al cambio, sino propuestas que reivindican otros modos de vivir y de entender el desarrollo, basados en la justicia social y la defensa del territorio.
En contraste con el desarrollo prometido, la falta de respeto a los derechos colectivos de los pueblos revela una narrativa oficial que instrumentaliza el discurso de beneficio de las mayorías para legitimar obras que no ha sido basadas en el consenso ni en el diálogo.
La visión del Modevite y de muchas comunidades organizadas demuestra que existen otras formas de concebir el progreso. Las políticas de Estado que excluyen estas visiones vulneran derechos fundamentales reconocidos por el derecho internacional, como la libre determinación, el derecho al territorio y el derecho al desarrollo. Frente a megaproyectos como la autopista San Cristóbal-Palenque, la resistencia comunitaria no es una oposición al progreso, sino una afirmación legítima de modelos de vida alternativos que deben ser escuchados y respetados.
Garantizar el derecho humano al desarrollo exige que los gobiernos reconozcan el carácter originario y colectivo de los derechos de los pueblos indígenas, y que aseguren procesos verdaderamente participativos y orientados al bienestar integral. Sólo así será posible construir un futuro con justicia, sostenibilidad y paz.
Referencias
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[1] Abogada victimóloga y maestra en derechos humanos con más de 15 años de experiencia en atención integral a víctimas con enfoque de género, interseccionalidad e inclusión. Ha trabajado como abogada en la SCJN, visitadora adjunta en CDHCM, abogada en reparación integral en GIRE A.C. y como especialista senior en Reconcilia DH, y es docente en la Ibero Puebla en Estudios de Género y Derecho. Actualmente es Coordinadora de Atención de Casos en la Iniciativa DefiendeMEsoamérica, proyecto orientado a la defensa integral de personas cuidadoras de los territorios. Correo: eloina.rodriguez@iberopuebla.mx. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8424-0543.