ECOSOFÍA: pensar los problemas ecológicos desde la filosofía.
Diego Ulises Alonso Pérez[1]
Resumen: En el presente texto presentamos una introducción general de lo que consideramos la tarea fundamental de lo que llamamos ecosofía. Para ello, lo dividimos en tres partes: en la primera, abordamos aquello que entendemos por problemas ecológicos y explicamos por qué la reflexión filosófica es una herramienta imprescindible para sopesarlos en su justa medida. En la segunda, desarrollamos los trasfondos de reflexión que se abren a partir de esta tematización, señalando que su complejidad radica en la imposibilidad de reducirlos, exclusivamente, a alguna de sus aristas. Asimismo, dejamos indicaciones de por qué los proyectos agroecológicos y las distintas agroecologías constituyen una vanguardia que no debemos de perder de vista. Por último, en la tercera parte, dejamos algunos lineamientos generales que nos abren otros horizontes de investigación.
Palabras clave: medioambiente, agroecología, cambio climático, catástrofe ecológica, cooperativas.
Antes de pasar a nuestra exposición, queremos dejar claras algunas cuestiones que constituyen nuestro punto de partida y nuestro marco de referencia. El presente trabajo forma parte de una investigación en curso más amplia y lo consideramos una introducción a la ecosofía. Pero, ¿qué entendemos por ecosofía? Como definición provisional, podemos decir que es la reflexión filosófica sobre lo que llamamos problemas ecológicos. Esta reflexión la comprendemos, principalmente, como análisis meditativo, crítico y deconstructivo que permite visibilizar las estructuras o presupuestos que se esconden detrás de lo que nos parece obvio. Por ejemplo, la creencia —tenida por indudable— de que el cambio climático no tiene nada que ver con mi subjetividad, mi cosmovisión, mi manera de comportarme, el discurso dominante, las narrativas con las que simpatizo, aquello que deseo.
Cabe señalar que el concepto, como tal, surgió en el siglo xx, ya sea que consideremos a Guattari (1989) o a Naess (2005) como los primeros en utilizarlo. Además, no puede hablarse de una única ecosofía, sino distintos tipos: existen ecosofías de tradición marxista, feminista, teológica, psicoanalítica y un largo etcétera.[2]
Aquí no pretendemos hacer ni una exposición ni un recorrido histórico por las distintas tradiciones, sino tomarlas en su conjunto como el suelo desde donde se enraíza nuestra meditación. Es decir, lo que nos motiva de la ecosofía en general, y de las distintas en particular, es su constatación de que la destrucción ecológica de origen antropogénico no se reduce ni se puede reducir a un sólo elemento.[3]
Con esto como base, nuestra hipótesis consiste en afirmar que sin la labor de la reflexión filosófica de estos temas —precisamente lo que nosotros entendemos por ecosofía—, perdemos de vista la interconexión entre los distintos ámbitos. No podemos pensar la pobreza, la contaminación de los mantos acuíferos y el desarrollo de patentes tecnológicas, por ejemplo, como esferas separadas y sin ninguna conexión entre sí. La pérdida de la biodiversidad en un ecosistema específico implica, al mismo tiempo, el empobrecimiento de la comunidad que ahí habita, tanto en sentido material —precarización y maldesarrollo— como corporal —pobreza alimentaria, exposición a sustancias dañinas, reducción de las especies vegetales consumidas, estandarización de la dieta— y espiritual —homogenización de las subjetividades, pérdidas de discursos y relatos marginales, empobrecimiento del tejido social—, entre otros.
Lo que nosotros llamamos problemas ecológicos lo tomamos de la clasificación propuesta por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP, 2024), que los divide en tres: cambio climático, contaminación, y pérdida de naturaleza y biodiversidad.[4]
La importancia de la ecosofía reside en que nos permite señalar la intrincación de estos problemas e invita a pensarla en cada uno de los plexos y escalas donde se manifiesta. Sus límites radican en que la solución —o cuando menos adaptación— frente a la catástrofe ecológica en la que vivimos requiere modificar cuestiones concretas en cada uno de esos plexos y en distintas escalas. En ese sentido, su tarea es más bien negativa: sirve como crítica, deconstrucción y cuestionamiento de muchos de nuestros presupuestos, sesgos y creencias a la hora de pensar estos asuntos, previniéndonos así de caer en simplificaciones peligrosas.
Los problemas ecológicos y la filosofía
Nuestra época contemporánea está marcada por la catástrofe medioambiental en la que nos encontramos, la cual pone en jaque —en el peor de los casos— incluso la supervivencia de nuestra especie. Esto que llamamos catástrofe se compone de una serie diversa de fenómenos: desde la desertificación de la tierra y la pérdida de suelo fértil —debido principalmente a la agricultura extensiva e industrializada, aunque no exclusivamente—, hasta la contaminación y sobreexplotación de los mantos acuíferos, la contaminación del aire en zonas urbanas y no urbanas, la extinción masiva de distintas especies, la pérdida de biodiversidad, las emisiones descontroladas de dióxido de carbono y el aumento de la temperatura del planeta (onu, 2024).
A primera vista, parecería que lo decisivo está en la investigación e innovación científica. Igualmente, podría pensarse que la filosofía poco o nada tiene que decir sobre estos asuntos, como si estos problemas que afectan al medioambiente, sus equilibrios y ecosistemas tuvieran únicamente que ver con cuestiones técnicas y de medición de las llamadas ciencias naturales. Como si la desertificación del suelo sólo pudiera revertirse por la intervención de alguna bacteria modificada en el laboratorio, o por medio de enzimas o microorganismos aislados capaces de reparar el daño de la agroindustria.
Esto es un grave error. Lo primero a tener en cuenta es que la destrucción ecológica —o sea, del medioambiente, del entorno, de los ecosistemas y de la naturaleza,[5] pero también de los tejidos sociales y de las subjetividades— no tiene únicamente que ver con cuestiones tecnocientíficas objetivas y medibles. También implica nuestro modo de ser, de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás y con nuestro medioambiente; tiene que ver con nuestro modo de comprendernos, con la manera en que se producen nuestras subjetividades y, a su vez, con el modo en que producimos mercancías y las intercambiamos. Por ello, la reflexión filosófica en torno a los distintos problemas ecológicos es indispensable: en ella se entrelazan todos los puntos anteriores, y su solución requiere nuestra capacidad de entender este enmarañado.
Cualquier problema ecológico es, a la vez, un problema ecosocial y biocultural. Es decir, involucra también la organización de las colectividades humanas, sus cosmovisiones, ritos, creencias y, desde luego, es también un problema económico que tiene que ver con el modo en que producimos (Löwy, 2012).
La contaminación del río Atoyac (Llaven, 2025), por poner un ejemplo de mi entorno más próximo, no es sólo responsabilidad de empresas destructoras a las que únicamente les importa la ganancia, ni de gobiernos corruptos, ineficientes o indiferentes (aunque, desde luego, son los principales responsables). También tiene que ver con el modo en que se producen las subjetividades, con los deseos que en ellas se juegan, con las narrativas dominantes, con aquello que atrae nuestro foco de atención pública y nos parece atractivo, interesante e importante; es decir, somos subjetividades alienadas no sólo en el sentido clásico, sino también en el sentido ecológico: nuestra identidad se construye a partir del consumo de mercancías desechables, del éxito monetario individual y del triunfo en la competencia a muerte en el mercado laboral, y cuyos lazos comunitarios ecosociales se disgregan.
No sólo estamos alienados del resultado de nuestra fuerza de trabajo, de los otros (a quienes vemos como mera competencia o amenaza) y de nuestra propia mismidad (Marx 2005, 2015),[6] sino también de nuestro medioambiente, al grado de que nos creemos independientes de las condiciones ecológicas que hacen posible nuestra subsistencia. Un ejemplo claro de esa subjetividad alienada de manera casi absoluta —que debe pensarse en grados, no como condición absoluta— lo encontramos en el personaje principal de la película La substancia (2024) de Coralie Fargeat. Elisabeth Sparkle está tan alienada de su trabajo, de los otros, de sí misma y de su medioambiente, que todas sus relaciones se reducen a tratar de cumplir con las exigencias del mercado. Ella misma comprende su propio ser sólo desde esa lógica, en la que aspira a ser la mejor. No tiene contacto ni con ella misma ni con nadie más si no es desde lo mercantil y competitivo. Es evidente que no tiene un círculo de familiares o amistades: los demás son meros seres sobre los que hay que sobresalir. Esto se enfatiza de manera muy patente en el hecho de que ni siquiera tiene la compañía de una mascota canina o gatuna (por nombrar a las más populares) o de plantas, vínculos en los cuales podría desplegarse una relación basada en el cuidado (Aquino Rápalo, 2025).
Justamente este es, desde nuestra perspectiva, el más grande aporte de Guattari en Tres ecologías (1989): subrayar que no sólo hay una ecología de la naturaleza y el medioambiente, sino también una ecología de lo social y una ecología de lo subjetivo (o mental, como él la llama), las cuales están íntimamente entrelazadas entre sí. Los problemas ecológicos que enfrentamos son resultado de la interacción de todas estas modalidades, y su solución requiere pensarlas en su intrincación; es decir, los problemas ecológicos involucran aspectos subjetivos (nuestro deseo y el modo en que se produce nuestra subjetividad), ético-políticos (nuestro modo de ser y de organizarnos colectivamente), económicos (la manera en que producimos e intercambiamos), ontológicos (cómo comprendemos el ser de las cosas, de la naturaleza y de nuestra propia existencia), estéticos (aquello que consideramos atractivo, bello, feo, desagradable), simbólicos, bioculturales, espirituales, narrativos y discursivos, todo ello atravesando distintas escalas: micro, media y macro.
Así, la primera tarea ecosófica consiste en poner de relieve la complejidad del asunto, lo cual refuerza la importancia de la filosofía como herramienta poderosa que nos ayuda a pensar el problema desde nuevas perspectivas que revelen dimensiones frecuentemente ignoradas. Más aún: la filosofía puede ayudarnos, al menos en parte, a salir de nuestra alienación ecológica.
Frente a este panorama, la primera labor de la filosofía consiste en denunciar cualquier discurso y narrativa simplificadora, tanto en la explicación como en la propuesta de solución de los problemas ecológicos. Estos no se resuelven únicamente con innovaciones tecnocientíficas, ni con normativas legales más estrictas, ni mucho menos con meras adaptaciones del mercado, ni siquiera con revoluciones que colectivicen los medios de producción —aunque es cierto que la solución puede involucrar algo de todo ello—. Desde luego, necesitamos normativas legales mucho más estrictas, estados que vigilen mejor, tecnologías centradas en la solución de problemas ecosociales, etc. Sin embargo, queremos resaltar que, de manera aislada, per se, ninguno de estos ámbitos es suficiente. De hecho, como bien señala Latour (2015), lo primero que debemos advertir es que no estamos ante una crisis en el sentido clásico —es decir, algo que se resolverá eventualmente—, sino que estamos ante un nuevo estado de cosas o, como él sugiere llamarlo, un nuevo “régimen climático”. La pregunta, entonces, no sólo es cómo solucionar algo, sino cómo adaptarnos de la mejor manera posible a este nuevo régimen. En ello deberían estar puestos nuestros recursos, presupuestos, instituciones, subjetividades, inteligencia y fuerza de trabajo.
Quizá esto suene muy complejo y abstracto: ¿qué hacer ante esta situación que no va a ser pasajera, sino que se va a ir agravando? En parte, la respuesta es más sencilla de lo que parece. A medida que uno se familiariza con el asunto, se hace evidente la existencia de una gran cantidad de proyectos que ya anuncian cómo puede ser ese mundo poscapitalista ecológico, adaptado a las nuevas condiciones: desde la agricultura regenerativa y la biointensiva, pasando por la permacultura, hasta los distintos tipos de agroforestería, como la sintrópica.
Y decimos “en parte” porque la verdadera pregunta que deberíamos formularnos es por qué estos proyectos siguen siendo marginales. Ante esta situación catastrófica, lo más desconcertante es constatar que ni las sociedades, ni las comunidades, ni los individuos parecen volcados a multiplicar o participar activamente en este tipo de proyectos. Aquí no los vamos a exponer, los mencionamos para darles visibilidad en contextos menos familiarizados con ellos. De este modo, parafraseando a la permacultura, la reflexión ecosófica requiere pensar de manera global y actuar de manera local (Molison y Slay, 2000).
Ya mencionamos que el problema ecológico es también un problema económico, pero esta aseveración requiere una advertencia: la narrativa dominante —el llamado capitalismo verde y sus metas de desarrollo social— pretende hacernos creer que los problemas ecológicos son únicamente una fluctuación del mercado y que éste casi por arte de magia los resolverá. Este tipo de reduccionismos es, hoy en día, uno de los más peligrosos, pues parte del presupuesto de que la naturaleza sólo tiene sentido en términos mercantiles de valor abstracto, y que cualquier problema ecológico se soluciona con mayor eficiencia y mejor administración de recursos (Ganem, 2024). Frente a este discurso, y a todos los que se le parezcan, es preciso desenmascarar sus supuestos. Para ello sirve también el análisis filosófico: para desmontar, deconstruir y hacer crítica de los presupuestos de estas narrativas economicistas que nos brindan falsas soluciones a estos problemas.
Dicho lo anterior, puede comprenderse mejor por qué —tanto para entender como para resolver este enmarañado asunto— no podemos reducirlo únicamente a alguna de sus aristas, o plexos,[7] ya sean sociales, tecnocientíficos, ecosistémicos, económicos o, desde luego, subjetivos. Por supuesto que necesitamos mediciones precisas sobre los contaminantes presentes en una cuenca o de los daños causados por la minería a cielo abierto en un territorio específico para tener puntos de referencia concretos y precisos. Pero de ahí a creer que la solución de esos problemas pasa exclusivamente por progreso y desarrollo tecnocientífico o en la promulgación de leyes más estrictas, hay una gran diferencia. Lo anterior no significa que ambos aspectos no sean necesarios (toda innovación técnica puede ser útil, pero ninguna basta por sí misma; toda normativa ambiental más rigurosa contribuye, pero tampoco basta por sí misma). Lo peor que podemos hacer es esperar que la solución venga única y exclusivamente de alguno de los plexos tomados de forma aislada, como si la razón instrumental y el desarrollo tecnológico y científico pudieran solucionar de un día para otro cualquiera de estos desafíos.
De lo que tenemos que hacernos conscientes es que ya contamos con la tecnología suficiente para adaptarnos a la situación actual y que, de hecho, la teníamos cuando aún era posible evitar la catástrofe. Pero no lo hicimos, porque era más importante mantener un estilo de vida, un modo de ser, un modo de producir y el statu quo de las élites globales dominantes. La contundente frase del aquel entonces presidente de Estados Unidos, G. W. Bush, en la cumbre de Río de 2012, resume esa postura: “el estilo de vida americano no es negociable” (Vidal, 2012). Esta declaración sintetiza la elección deliberada, en su momento, de la catástrofe por encima del cambio en nuestra forma de habitar.
Igualmente ingenuo sería pensar que bastan las reglas normativas impositivas de la llamada responsabilidad social (como las normas ISO) para hacer que las empresas produzcan de otra manera, o que un cambio de actitud individual y un compromiso ecológico sería suficiente (aunque, para nosotros, este es nuestro punto de partida); o incluso suponer que bastaría con el cambio en el modelo económico de producción e intercambio, pues es evidente que el capitalismo es el responsable más directo y el que tiene mayor impacto. Tampoco podemos pensar que la situación cambiará repentinamente gracias a una nueva narrativa, un nuevo discurso, nuevos horizontes simbólicos y ritos iniciáticos, que nos “reconecten” con la naturaleza.
Por sí mismos y de manera aislada, ninguno de los plexos es suficiente para solucionar alguno de los problemas ecológicos. Precisamente el punto está en que la destrucción de un ecosistema concreto implica tanto la pérdida de la biodiversidad de ese lugar como, a la vez, la pérdida biocultural de las comunidades que lo habitan, la destrucción del tejido social y la colonización y dominio de las subjetividades, lo que nosotros llamamos su monocultivación.[8] Lo que está en juego se disputa en todos los plexos y en todas las escalas: en el ámbito simbólico del deseo y de la producción subjetiva (nivel microético y micropolítico); en la narrativa racional dominante que justifica cierto tipo de “progreso” económico y social —que no es más que un maldesarrollo (Shiva, 2020; Mies y Shiva, 1998)—; en las normativas y leyes institucionales y sociales (nivel macroético y macropolítico); así como en los distintos plexos y escalas del mundoentorno, del medioambiente y de los ecosistemas (niveles micro y macroecológicos).
Casos como la tala desmedida e ilegal, el tráfico de especies, el monopolio de la agroindustria, las grandes explotaciones mineras y lo que en México se ha llamado “proyectos de muerte” —grandes proyectos corporativos o estatales con afectaciones mayores al medioambiente y a los ecosistemas— son problemas que no sólo tienen que ver con la destrucción de un ecosistema, sino también con cómo entendemos el desarrollo, el progreso, lo deseable, las condiciones materiales y los horizontes discursivos, tanto a nivel social como individual.
Desde luego, los mayores responsables son los gobiernos y las grandes corporaciones (el gran capital), pero su dominio no se explica únicamente por la malicia de una élite perversa, como si fueran los “malos por naturaleza”; más bien, lo que pasa en un plexo tiene su correlato en otros, y lo que sucede en una escala repercute en las demás. Por eso hablamos de un complexo: cada plexo está interconectado con los demás y lo que sucede en uno incide en los otros, aunque el grado de impacto no tenga ni la misma intensidad ni el mismo alcance.
Evidentemente, la decisión personal de reciclar o instalar baños secos para ahorrar agua —una acción de impacto significativo a escala micro—, por más pertinente que sea, no tiene las mismas repercusiones que la concesión casi a perpetuidad de los mantos acuíferos de una zona a la agroindustria; sin embargo, como compromiso individual y colectivo a nivel micro, su instalación y uso debiera ser ya la norma. La pregunta que debemos hacernos es: ¿por qué no lo es?
Desde luego que el responsable directo y con mayor impacto del desastre medioambiental es el capitalismo, como ya lo había advertido Marx (2010), al señalar que el capital avanza destruyendo tanto la mano de obra que lo reproduce como la naturaleza de donde se extraen los recursos para su reproducción. Sin embargo, no se trata sólo de la manera de producir ni de a quién pertenecen los medios de producción —aunque, por supuesto, también está en relación con esto—. La mera colectivización de los medios de producción, per se, no garantiza salir de la vorágine productivista capitalista; incluso podría potencializarla. Esta es, a mi juicio, una de las grandes enseñanzas del ecofeminismo. Una de las primeras en señalar y tematizar esto de una manera lúcida fue Françoise d’Eaubonne (1978).[9]
Además, como sostiene Romero Contreras,[10] el capitalismo no es sólo un modo de producción económico, sino también un modo de producción de subjetividades, un sistema cultural de valores (éticos, estéticos), una cosmovisión total y una concepción de la realidad (en este sentido también es una ontológica). Por ello, combatir y resistir al capitalismo no se reduce a meras cuestiones de condiciones materiales, aunque, desde luego, las implica.
Puntos de partida y panoramas de la reflexión ecosófica
¿Esto quiere decir que estamos desamparados y no podemos hacer nada? ¿No es como si estuviésemos a la deriva en medio de ese complexo que es como un inmenso mar de fuerzas discursivas, narrativas, económicas, sociales, políticas, climáticas, subjetivas y simbólicas, frente a las cuales simplemente somos como trozos de un barco que se está haciendo pedazos y ante lo cual no podemos hacer nada? ¿Y qué podemos hacer ante algo tan complexo y enmarañado que nos hace patente lo limitado de nuestra capacidad de acción tanto individual como colectiva? Esta es, para nosotros, otra de las grandes enseñanzas de la ecosofía y de la agroecología: tanto pensar que no podemos hacer nada, como pensar que todo depende de nosotros, es darle la razón a la narrativa dominante, o sea, aceptar y ser cómplices del ecocidio.
Dar por verdadero ese relato sin siquiera cuestionarlo es muestra de nuestra profunda alienación ecológica. Desde luego que se puede hacer mucho, pero hay que entender que se hace en varios plexos, a distintas escalas y con diferentes grados de impacto. Asimismo, es fundamental comprender que no sólo depende de nuestro hacer, sino también de nuestro no-hacer, pues creer que depende únicamente de nuestra voluntad, compromiso y actuar es también aceptar la narrativa dominante. Aquí es válido lo siguiente: hasta el gesto más mínimo cuenta, aunque su impacto sea ínfimo; mientras que los proyectos más grandes nunca van a ser suficientes por sí mismos y lo que nos parece más importante: el cambio no depende ni de una subjetividad heroica aislada que todo lo puede, ni de una colectividad revolucionaria exclusivamente humana, sino de colectividades intrincadas que operen en múltiples escalas y plexos. No sólo en el ámbito humano, sino principalmente en nuestras formas de hacer comunidad con todos los seres vivos. En este sentido, los proyectos agroecológicos vuelven a ser un ejemplo paradigmático.
Nuestra época contemporánea y su tan aclamado fin de la subjetividad, si bien nos abre los ojos a facetas antes desapercibidas —útiles en la reflexión ecosófica, al señalar que el cambio no depende de la voluntad individual de nadie, ni siquiera de la voluntad colectiva de un Estado o un partido—, también pueden cegarnos y empujarnos a sostener que no hay nada que hacer y que nada depende de nosotros. Al contrario, el asunto está en que todo depende de nosotros, pero no de una manera individual o colectiva directa, sino de una manera indirecta en la que entramos en distintos grados de cooperación en todos los plexos y en todas las escalas. Por ello, la colectivización de los medios de producción, por ejemplo, es sin duda necesaria, pero debe construirse desde lo más micro y concreto teniendo siempre como correlato una comunidad específica, su medioambiente particular y el ecosistema dominante donde se desarrolla. Para esto, los modelos de cooperativas agroecológicas son la guía fundamental. De hecho, ni siquiera hace falta inventarse nada completamente novedoso o esperar la última patente que venga a “salvarnos”. Puede pensarse que esto es mera especulación vacía, pero es mentira, esto es algo que ya existe y funciona bastante bien —evidentemente, con sus matices, dificultades, particularidades y contradicciones— si uno es capaz de ver lo que está sucediendo en los movimientos ecosociales de la llamada agroecología. En nuestro país tenemos bastantes ejemplos exitosos de cooperativas de este tipo; son tantos que ni siquiera nos atrevemos a enlistarlos por temor a dejar fuera alguno importante. Pero para quienes no estén familiarizados, vale la pena mencionar al menos tres que consideramos emblemáticos: Cooperativa las Cañadas en Huatusco, Veracruz; Granja San Isidro en Tlaxco, Tlaxcala, y Cooperativa Tosepan Titataniske en la Sierra Nororiental de Puebla,[11]
Luchar contra el modo de producción ecocida no debe —como suele creer la izquierda tradicional— quedar en manos de un partido político o un movimiento revolucionario que, tras tomar el poder, cambie las leyes o reordene los medios de producción con la expectativa de que, como por arte de magia, se transformará la correlación de fuerzas para el bienestar de las mayorías. Cambiar por decreto a quién pertenecen los medios de producción no garantiza absolutamente nada y hasta puede ser perjudicial, pues la contienda también está en las narrativas culturales, simbólicas, espirituales y, en última instancia, en las profundidades de cada subjetividad. Es ahí donde se define el dominio de nuestras conciencias, donde se disputa nuestro deseo, donde se enraíza nuestra alienación ecológica. El primer campo de batalla para contener la destrucción ecológica es nuestra propia subjetividad; para decirlo en términos clásicos: es en nuestra propia alma en donde luchan las fuerzas que destruyen la naturaleza, en ella empieza el ecocidio.
Sin la producción de subjetividades deseantes únicamente de consumir ad infinitum productos siempre nuevos (ahora hasta las experiencias y las vivencias son mercancías), no hay capitalismo ecocida. Sería ingenuo, claro, creer que uno puede liberar su subjetividad del enmarañado social y contextual que lo atraviesa, pero otra de las grandes victorias discursivas del capitalismo es hacernos creer que no podemos hacer nada, que sólo un dios puede salvarnos.
Ni somos meros elementos sin voluntad ni poder, ni somos aquellos capaces de cambiarlo todo por completo. Ni todo depende de nosotros a nivel individual y colectivo, ni nada depende de nosotros a nivel colectivo e individual. La trampa está en creer que es todo o nada. Es fundamental quitarnos ese maniqueísmo hollywoodense que nos ciega mental, intelectual, discursiva, ética y políticamente. Si creemos que todo cambiará gracias al coraje y la valentía de una subjetividad individual mesiánica que solucionará mágicamente los problemas, o que únicamente la heroicidad de una colectividad revolucionaria remediará todo de tajo y de la noche a la mañana, estamos equivocados.
El cambio no depende de nadie concreto ni a nivel individual ni colectivo, pero al mismo tiempo depende de todos: de cada uno a nivel individual y en todos los plexos colectivos y todas las escalas: subjetivos, comunitarios, sociales, humanos y, especialmente, no-humanos. Únicamente cuando comenzamos a entrever los horizontes que se abren en los procesos regenerativos, como en un sistema agroforestal sintrópico diverso, nos damos cuenta de estas maravillosas conexiones de la vida y sus procesos de sucesión vegetal: interconexiones e interrelaciones entre los microorganismos, las bacterias, las micorrizas, los insectos, los arácnidos, las plantas, los animales, etcétera; y del que nosotros individual y colectivamente somos simplemente los desencadenantes y acompañantes (Gietzen, 2016).
En ese proceso, nosotros también somos beneficiarios: se restaura poco a poco el suelo, aumenta la diversidad biológica, se captura carbono, se produce oxígeno, y todo ello mientras se crean cooperativas donde se producen alimentos, maderas, biomasa, plantas medicinales; se crean fuentes de ingreso, trabajos; se instauran lazos sociales cooperativos, aumenta la biodiversidad, se abren nuevos espacios de convivencia en un ciclo que produce bienestar colectivo humano y no-humano (Corrêa Neto et al., 2016).
En los distintos cursos y ponencias que he impartido sobre el tema, suelo recurrir a dos ejemplos: uno para mostrar que el avance tecnocientífico no puede, por sí solo, resolver ninguno de los problemas ecológicos; otro, para mostrar que tampoco cuestiones meramente económicas y políticas resuelven el asunto. Imaginemos que Bayer-Monsanto desarrollara una semilla de última generación que es capaz de resistir las sequías, utilizar menos fertilizante, fijar nitrógeno (Miller 2020) y producir el doble por metro cuadrado. Este objetivo, prioritario para la agroindustria, concentra enormes recursos económicos y científicos. Supongamos que lo logran. A primera vista parece una excelente noticia: producir el doble de alimentos en la misma superficie de tierra, con la mitad de los insumos (ahora los cereales fijan nitrógeno) y hasta con menos recursos hídricos. Pareciera que con ello necesitamos menos tierra cultivable; por ende, más espacios para zonas naturales protegidas y menos agua para la producción de alimento; en consecuencia, mayor espacio disponible para las personas y los ecosistemas y mayor producción en menos metros cuadrados; por lo tanto, alimentos más baratos para las mayorías, etc. Pues bien, lo que pasaría —ya ha sucedido a lo largo de la industrialización agraria— sería lo contrario, es decir, no se beneficiarían de esto ni los campesinos, ni los productores, ni los consumidores, ni los suelos dejarían de degradarse, ni se contendría la deforestación, ni se reduciría la pobreza alimentaria (tenemos que entender que los problemas están interconectados; por ello, la pobreza es parte del problema ecológico). Tal vez ni siquiera los precios de los alimentos disminuirían, aunque éste podría ser el único “benéficio”, ya que, de hecho, la agroindustria tan contaminante vive de subsidios directos e indirectos de los gobiernos de las grandes potencias, así como de prácticas depredadoras.
Lo que sucedería es que las acciones de Bayer-Monsanto se dispararían, la empresa generaría ganancias como nunca en su historia y esto sólo beneficiaría a los grandes inversores, a los altos mandos directivos, a los grupos de accionistas mayoritarios, etc. Su fuerza aumentaría y pondría todavía más presión sobre cualquier tipo de agricultura que no esté sometida a sus patentes y a todo lo que junto con ellas se vende. Pues bien, producir en menos espacio, tener plantas más resistentes a las sequías, a las plagas, fijar nitrógeno y otros nutrientes, todo eso ya se puede alcanzar sin la necesidad de esos grandes progresos tecnocientíficos que nos quieren vender como la novedad más grande de la historia. Ese saber-hacer ya existe y es low cost y low tec; por ejemplo, utilizando acolchado, asociación y rotación de cultivos, plantas fijadoras de nitrógeno, plantas acumuladoras biodinámicas, etc., todo eso está disponible si uno empieza a entender cómo funciona y qué hacen los distintos tipos de agroecología (Molison y Slay, 2000; Giezten, 2016; Corrêa Neto et al., 2016). Además, sin necesidad de grandes laboratorios, presupuestos, patentes privadas, centros de investigación que aíslan artificialmente alguno de los elementos del medioambiente y lo estudian de manera sistemática creyendo que ese sí va a ser el último y definitivo avance decisivo y salvador.
Con esto ponemos en jaque tanto la manera en que hacemos ciencia como la organización socialmente aceptada para cubrir nuestras necesidades: frente a las empresas privadas lo que necesitamos son cooperativas ecológicas; frente al desarrollo de patentes cerradas y monopólicas necesitamos patentes libres y abiertas. Necesitamos pasar de la propiedad privada liberal-capitalista clásica a una propiedad ecosocial y cooperativa. Precisamente porque el problema también está tanto en cómo producimos y distribuimos la riqueza, a quién pertenecen los medios de producción; así como en la propiedad intelectual privada y cerrada de cómo hacemos ciencia y tecnología.[12]
Entonces, una solución viable pasa por sustituir, poco a poco, a esa agroindustria por cooperativas agroecológicas que produzcan siguiendo los principios ya probados de sus prácticas: sin monocultivos; lo que se alimenta no son exclusivamente las plantas, sino los suelos; cuidando los recursos y aumentando la biodiversidad de cada lugar —no disminuyéndola—; adaptándose a las condiciones edafológicas de cada ecosistema, etc. De hecho, en Francia hay una famosa granja agroecológica —la ferme du bec Hellouin— que fue estudiada de manera detenida por el CNRS (sería al equivalente a la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación [secihti] de nuestro país), y encontró que produce de cinco a siete veces más alimento por metro cuadrado que cualquier campo agroindustrial que usa las semillas de última generación, insumos sofisticados (pesticidas, herbicidas, fungicidas, fertilizantes), maquinaria de punta y subsidios directos e indirectos (INRAE 2016).[13]
Nuevamente, aquí la verdadera pregunta ecosófica es: ¿por qué no estamos volcados a producir de manera masiva tomando como referente ese o cualquier otro proyecto agroecológico[14]? Lo que es más: este modelo hay que hacerlo extensivo, mutatis mutandis, a cualquier empresa y emprendimiento, no sólo al agrícola.
Con esto llegamos al meollo del asunto de nuestra reflexión: nuestras subjetividades y nuestras sociedades no están organizadas —ni a nivel individual, ni de escala social micro, que llamaremos comunitario, ni a nivel social macro, que llamaremos simplemente social— para volcarnos masivamente a ello. Al contrario: están configuradas para hacer este tipo de proyectos lo más complejos posible. Ni las leyes, ni las instituciones, ni las mentalidades, ni los discursos y sus narrativas dominantes están moldeadas para ello; sin embargo, a lo largo y ancho del planeta existen proyectos que son la punta de lanza de otro mundo posible: poscapitalista y ecológico.
Incluso nuestra manera de pensar a esas grandes industrias —que efectivamente son las mayores responsables de la catástrofe— como las únicas culpables, y de mantener en el imaginario colectivo, narrativo y cultural la ingenua creencia de que su desaparición nos salvaría (como si se tratase de un milagro) o que un gobierno poderoso podría representar un contrapeso real que las detendría, o que una revolución que las estatizara nos daría como resultado, al día después de su triunfo, un mundo ecológico y justo. Pues bien, nuestra incapacidad ya no sólo de resolver estos problemas, sino incluso de pensarlos, se debe a que seguimos atrapados en ciertos tipos de esquemas mentales, o sea, ni siquiera hemos visto lo complexo del asunto.
Otra de las grandes enseñanzas de la ecosofía es que nos invita a abandonar ese maniqueísmo intelectual dualista que no ve matices y que sólo piensa mediante oposiciones directas: bueno-malo, naturaleza-cultura, cuerpo-alma, etc. Intelectualmente, la ecosofía y la reflexión filosófica sobre estos asuntos nos convoca al pluralismo epistémico, ético, estético y ontológico.
Si una revolución colectivizara los medios de producción —ya ha sucedido—, de ninguna manera resultaría de ello que esas empresas (ahora estatales) producirían como por arte de magia de manera ecológica, cuidando el medioambiente, a los trabajadores, trabajadoras y a la naturaleza en su conjunto. Esto, desde luego, no quiere decir que no necesitemos de Estados fuertes; al contrario, cumplen un rol muy importante en este complexo: son un plexo fundamental. Sin embargo, repetimos, ningún plexo, en ninguna escala soluciona los problemas per se. El punto está en que las subjetividades deseantes seguirían teniendo como su objeto de deseo y fin último el consumo desmedido de mercancías desechables.
Si algo así sucediera en nuestro país, por ejemplo, seguramente la bebida más consumida seguiría siendo el famoso refresco de cola, aunque ahora se llamara de otra manera. Y algo muy parecido sucedería con las demás mercancías. El ejemplo de que esto fue así lo encontramos en la Unión Soviética y en Cuba. Este último se propuso como objetivo prioritario revolucionario producir una bebida que supiera igual que esa popular soda (Ayrala 2021). Que ese sea un objetivo prioritario de la revolución triunfante nos dice mucho y debería darnos mucho que pensar. Aunque hay que entender el trasfondo y no reducirlo a un asunto de es por “culpa de la naturaleza humana”. Eso sí, por cuestiones materiales también hay que decir que hoy en día Cuba está en un proceso de transformación agroecológica muy interesante, frente al cual los límites —también esto deberíamos tenerlo en el horizonte de nuestra comprensión—son de otra índole (Lepore y Van Caloen, 2017).
Por lo tanto, si de un día para otro quebraran las empresas refresqueras y cerveceras que están en nuestro país y que generan gran estrés hídrico, no por ello estarían salvados los mantos acuíferos. Al contrario, lo único que habría sería un desempleo masivo de la noche a la mañana y lo único que interesaría a los gobiernos y a las poblaciones sería recuperarlos lo antes posible, sin importar si las nuevas industrias explotan aún más los recursos y la fuerza de trabajo. ¿Esto quiere decir que no tenemos salida? ¿Significa que no podemos hacer nada y que nuestro destino no depende de nosotros? ¿Debemos resignaros a la idea de que las fuerzas motoras de la economía dejadas a sus anchas en un libre mercado terminarán por encontrar la solución del problema? Desde luego que no. De hecho, hasta la intervención política más desprestigiada —la que se da en los partidos— tiene impacto en este complexo y no es lo mismo que gobiernen unos u otros. El famoso “el menor de los males” también tiene un peso considerable. Sólo que la solución no está simplemente ahí, ni en ninguno de los demás plexos tomados de manera aislada.
¿Qué nos queda, qué podemos hacer y qué pueden enseñarnos la filosofía y la ecosofía? En el ejemplo anterior, para reemplazar esa bebida, podemos imaginar que el cambio viene desde los usos y costumbres de comunidades concretas, y eso sólo es posible cuando ellas mismas se modifican en proyectos como los agroecológicos. Es decir, reemplazar ese tipo de mercancías dañinas y contaminantes también pasa por nuevos espacios comunitarios en donde se consume, produce e intercambia de otra manera. Desde luego que se requiere un equivalente —pues es una bebida energética que cumple una función en la clase trabajadora—, pero puede ser remplazada por otra. Y tampoco se trata de reemplazar a la bebida por sí misma —ni ningún otro producto tomado como algo individual—, sino de cambiar todos los procesos que están alrededor: producir sin monocultivos, aumentando la diversidad, regenerando los suelos, desde cooperativas, etcétera.
Horizontes ecosóficos
Así como señalamos que la mera colectivización de los medios de producción no es suficiente, del mismo modo —y con igual interés— afirmamos que constituye una parte fundamental del horizonte ecológico de un mundo poscapitalista. Sin embargo, debiéramos pensarla e impulsarla no desde la estatización vertical macro, sino desde la fundación e institución de nuevas cooperativas que, poco a poco, vayan sustituyendo a las empresas capitalistas privadas tradicionales (Ayvar Acosta, 2022).
Porque inevitablemente se tienen que producir las mercancías que consumimos, aunque, colectivamente, vayamos modificando gradualmente el tipo de mercancías que consumimos. En México también tenemos ejemplos de algunas cooperativas exitosas y de gran escala, como Pascual Boing, Cruz Azul o Caja Popular Mexicana (ésta última entre las más grandes del mundo [Estrada, 2024]), que funcionan con la misma eficiencia que cualquier empresa privada. De ellas hay mucho que aprender, aunque no sean precisamente ecológicas y estén repletas de contradicciones; justo por eso lo que necesitamos son cooperativas ecológicas inspiradas en los proyectos agroecológicos ya existentes.
De todas maneras, constituyen una muestra concreta —a escala media o macro— de que no se requiere propiedad privada en el sentido capitalista liberal para que funcione la economía, se produzcan las mercancías que consumimos o se ofrezcan los servicios financieros que requerimos. No necesitamos del relato de la emprendedora o emprendedor solitario que supera todos los obstáculos para crear un imperio económico. La lección más grande que deberíamos aprender de esas grandes cooperativas es que cualquier empresa puede funcionar sin necesidad de tener propiedad privada o estatal en su forma clásica.
Necesitamos dar la batalla en el terreno de las narrativas dominantes, para que los personajes individuales exitosos no sean el único modelo, la única referencia, el símbolo de superación. Frente al dominio de los relatos de figuras solitarias que triunfan a toda costa y por los medios que sea, requerimos oponer en el imaginario colectivo el equivalente que nos cuente y haga atractivo el modelo cooperativista, con compromiso social y ecológico. Por eso es que la defensa de los ecosistemas, como señalábamos al inicio del texto, también se da en el discurso, en las narrativas y los relatos.
Esto se hace extensible al ámbito tecnocientífico, pues también ahí debemos romper del relato dominante de la investigadora o investigador solitario que descubre la última gran teoría o desarrolla la última y más importante patente privada. Necesitamos de conocimientos colectivos, patentes libres y tecnociencia que resuelva problemas ecosociales concretos. Ejemplos tenemos de sobra, si nos disponemos a leer la historia de la ciencia desde otra perspectiva.
El asunto está en que justamente no parece ni atractivo ni deseable, aunque en términos prácticos podamos sustituir muchas de las patentes cerradas por libres. Por ejemplo: en informática, los sistemas operativos basados en GNU-Linux son la prueba de ello, y hasta el reciente éxito de DeepSeek debiera leerse más bien como el triunfo del código abierto sobre el cerrado (Dans, 2025).
Ante lo nos preguntamos: ¿por qué las instituciones públicas de nuestros países no utilizan sistemas operativos de código abierto? ¿Por qué no es algo que se socialice a nivel institucional gubernamental? ¿Por qué no es algo que se enseñe junto con el software privado? ¿Por qué ni siquiera nuestras universidades son capaces de darnos los servicios que requerimos (como correos institucionales, plataformas de calificación y enseñanza, etc.) recurriendo al desarrollo de su propio software de código abierto? ¿Por qué dependemos de servicios de paga de código cerrado que además de costosos son muchas veces ineficientes, monopólicos y ecocidas? ¿Por qué ni siquiera a nivel individual recurrimos de manera masiva a ese tipo de software para dar satisfacción a nuestras necesidades informáticas, e incluso, de paso, evitar la obsolescencia programada[15]? Y no se trata de falta de capacidad humana, material o de recursos; se trata de que ni siquiera forma parte del horizonte de lo deseable.
Junto con ello nos surgen otras preguntas análogas que la reflexión ecosófica debiera tematizar: ¿por qué no está en nuestro imaginario colectivo, en nuestro deseo individual, en nuestro horizonte simbólico, el sueño de convertir a toda empresa de este país, para empezar, y después del mundo, en cooperativas ecológicas? ¿Cuándo los movimientos políticos de izquierda lo pondrán como un panorama deseable al que van a impulsar y que quieren alcanzar? ¿Cada cuánto los sindicatos lo plantean como una alternativa frente a la quiebra de una empresa, el recorte masivo de personal o su posible cierre, pues justo así se formaron tanto Pascual Boing como Cruz Azul (Instituto Nacional de Economía Social, 2021)? ¿Con qué frecuencia, y con cuántos recursos, se impulsa esta vía desde el Estado, las organizaciones no gubernamentales o sin fines de lucro o personas particulares? ¿Cuándo las universidades van a modificarse para que en sus carreras y cursos esté presente como parte de un proyecto de vida viable y deseable la creación de cooperativas ecológicas y no sólo el emprendimiento individual o la administración eficiente y exitosa de las empresas privadas? ¿Por qué de manera mayoritaria predomina el ideal de la empresa y el emprendimiento privado e individual en donde las personas sueñan con volverse en multimillonarias para vivir paseando por el mundo en hoteles de lujo, en jets y yates privados (o sea, contaminando todavía más)? ¿Por qué no mayoritariamente soñamos con la creación de proyectos colectivos que lleven bienestar a las trabajadoras, trabajadores, al medioambiente, a los ecosistemas, que creen vínculos sociales y nuevos espacios de convivencia?
Esa es, para nosotros, la prueba de que luchar contra el capitalismo ecocida pasa por todos y cada uno de los plexos y en todas las escalas, incluida la subjetividad: la forma en que ésta se comprende de sí misma, su entorno, los otros y su ser.
Nuestra hipótesis ha consistido en señalar que la tarea ecosófica de meditación, crítica y deconstrucción es imprescindible si queremos tener un panorama que nos permita entender lo complexo de lo que hemos llamados problemas ecológicos. Creemos que en este texto introductorio dejamos algunos ejemplos claros de por qué esto es así. Igualmente, pensamos que lo aquí expuesto permite entender por qué la ecosofía es una herramienta necesaria para pensar alternativas en un mundo poscapitalista ecológico, pero también por qué no es suficiente por sí sola. Así como nos ayuda a ampliar el horizonte de análisis —pues evidencia que el problema se disputa en distintos plexos y a distintas escalas—, también muestra su propia limitación: no puede ofrecer respuestas concretas, sino únicamente nuevas perspectivas y la apertura de horizontes de investigación.
Precisamente porque estamos ante un enmarañado tan complexo, se exige una respuesta multidisciplinar, interdisciplinar y transdisciplinar probablemente sin parangón en la historia.
Referencias
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[1] Es maestro y doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de México (UNAM), con estancias de investigación en Francia y Alemania. Profesor en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), miembro del Círculo Latinoamericano de Fenomenología (CLAFEN) y del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (SNII). Sus líneas de investigación incluyen fenomenología, hermenéutica y ontología.
[2] Para tener un panorama global de algunas de las ecosofías sugerimos la lectura del texto Ecosofía. Educación ambiental para tiempos aciagos de Luis Tamayo.
[3] Probablemente la diferencia más importante entre los distintos tipos de ecosofía está en que le dan mayor o menor peso a alguna de todas las aristas. Por ejemplo, para las tradiciones de inspiración psicoanalítica lo decisivo se juega en el ámbito del deseo, mientras que en las de tradición marxista, lo decisivo se juega en el ámbito del modo de producción.
[4] UNEP. (2024). About the United Nations Environmental Programme. En lo que no estamos de acuerdo con esta clasificación es en llamarle crisis. Recuperado de https://www.unep.org/who-we-are/about-us
[5] No son meros juegos de palabras, precisamente una de las tareas fundamentales de la ecosofía está en esclarecer los distintos sentidos, diferencias, matices, etc., de los conceptos operantes fundamentales de cualquier reflexión filosófica sobre la ecología: medioambiente, entorno, naturaleza, ecosistema, por mencionar los principales.
[6] Para quienes desconozcan el concepto de Entfremdung (alienación) remitimos a un artículo de Antonio Romero Reyes (2021) que puede servir para familiarizarse con su sentido y a la introducción de Barbara Zehnpfennig, la editora de la versión alemana citada de Marx (2005), cuyo texto nos fue muy útil en la comprensión del concepto. Asimismo, señalamos que está en curso nuestra investigación para explicitar lo que entendemos por alienación ecológica y conciencia ecológica.
[7] También nos encontramos desarrollando el concepto de plexo y complexo para pensar las interacciones, interconexiones e interrelaciones de los distintos ámbitos y escalas ecológicas. Este concepto nos parece que puede hacernos entrever de mejor manera este enmarañado asunto, aunque aquí no nos detendremos en su exposición, señalamos que nos inspiramos en cómo lo trabaja Arturo Romero Contreras (2015, 2017).
[8] En este texto, a la vez que una introducción a la reflexión ecosófica, se anuncian varios de los caminos temáticos que estamos desarrollando. En este caso el de la monocultivación de las subjetividades, lo que tenemos en mente es una exploración de las analogías entre la producción agroindustrial en masa y la producción unidimensional de la subjetividad.
[9] Los ecofeminismos probablemente sean las primeras ecosofías, mucho antes de que ambas palabras existieran. Las primeras en señalar el problema fueron las pensadoras modernas e ilustradas, de ahí que tengamos mucho que aprender de esta corriente. Para aquellos y aquellas que quieran familiarizarse con esta tradición, sugerimos la lectura de Ecofeminismo para otro mundo posible de Alicia Puleo, que es algo así como una historia del ecofeminismo.
[10] Véase su curso de filosofía política disponible en www.youtube.com/@rcarturo/featured
[11] Igualmente invitamos a quienes nos leen a informarse de las cooperativas y proyectos agroecológicos cercanos a sus lugares de residencia y buscar cómo colaborar y aprender de ellos. Asimismo, consumir sus productos para impulsar estas otras maneras de producir e intercambiar. A lo largo y ancho de nuestro territorio hay distintos tipos de espacios en donde esto es posible. En Puebla está, por ejemplo, el Tianguis Alternativo.
[12] Por ejemplo, el problema de los transgénicos no son ellos per se. Las modificaciones genéticas se hacen desde que existe la agricultura. La verdadera cuestión está en la propiedad intelectual cerrada y las patentes privadas. Necesitamos patentes libres y abiertas, así como propiedades intelectuales comunitarias. Este es un tema que también hay que desarrollar desde una reflexión de los presupuestos epistemológicos de cómo hacemos ciencia y a quiénes beneficia (Shiva, 2020).
[13] De hecho, el único gran problema es que el costo de producción de sus productos es más elevado. A lo que uno puede preguntarse, ¿por qué no en lugar de subsidiar a la agroindustria, subsidiamos a las cooperativas agroecológicas?
[14] Y con esto no hay que confundirnos: Latinoamérica está llena de proyectos agroecológicos fascinantes, de hecho, si hay esperanza de un otro mundo, de un mundo poscapitalista, es en este región cultural y espiritual a la que pertenecemos. Simplemente hay que empezar a informarse. Si cito ese estudio es porque es de los pocos que conozco que se haya hecho de manera sistemática y por tanto tiempo, sobre todo para quienes quieren números y mediciones concretas.
[15] Como nota marginal tengo que confesar que descubrimos los sistemas operativos Gnu-Linux y los programas de código abierto en la pandemia de Covid, justo porque por cuestiones ecológicas no queríamos cambiar de computadora portátil, pero las actualizaciones obligatorias y los nuevos programas la habían vuelto obsoleta. Nos sorprendió sobremanera descubrir que sin cambiar nada del hardware (ni disco duro, ni memoria ram) nuestra herramienta de trabajo siguió funcionando simplemente al instalarle Antix. Para darle una segunda vida a nuestras viejas computadoras, hoy en día me parece mejor Loc-Os, eso sí, hay que entender que estamos hablando de un uso de oficinista promedio, nada que efectivamente requiere de hardware más poderoso. ¿Pero no el 80% de nuestro uso es más bien de programas ofimáticos, lecturas de pdf, redes sociales? También advertimos que hay una curva de aprendizaje, para aquellas y aquellos que quieran probarlos. Eso sí, toda la información necesaria está disponible gratuitamente en internet.