VOCES EN EL BOSQUE.REVISIÓN DEL PATRIMONIO BIOCULTURAL EN LAS COMUNIDADES NAHUAS DE HUITZILAC Y MIXQUIC Y SU RELACIÓN CON EL BOSQUE DE AGUA, MÉXICO

José Domingo Rafael Castañeda Olvera[1]

Resumen: El corredor biológico Ajusco-Chichinautzin, conocido también como Bosque de agua, es un ecosistema complejo que provee una serie de servicios ambientales fundamentales para la región central del Valle de México. El bosque se encuentra seriamente amenazado por factores antropogénicos, esencialmente el crecimiento urbano poco planificado y las prácticas extractivistas en la región. Ante la ausencia de un ordenamiento ecológico territorial integral para su conservación, los esfuerzos de los pobladores originales cobran especial relevancia. El objetivo de este trabajo es presentar los resultados de la labor etnográfica realizada en dos comunidades indígenas pertenecientes al bosque, donde analizamos el esfuerzo comunitario por preservar la biodiversidad atada a sus saberes y sus haceres. Para ello, recurrimos a categorías analíticas de la ecología política y del giro decolonial, aunado a la labor etnográfica basada en la Investigación Acción-Participativa. Concluimos que la necesidad de un plan territorial integral para la preservación del bosque debería considerar dichos saberes y prácticas, en un afán por conservar la riqueza biocultural de la región, a través de un diálogo y coproducción de saberes que reúna esfuerzos, experiencias y sentipensares.

Palabras clave: Bosque de agua, patrimonio biocultural, diálogo de saberes, comunidades indígenas, estrategias comunitarias.

Introducción

El corredor biológico Ajusco-Chichinautzin, conocido como el Bosque de agua de la Megalópolis de México (BA), es un complejo ecosistema de más de 250,000 hectáreas. Abarca las sierras del Ajusco, de las Cruces, del Chichinautzin, de Zempoala y el sistema Cadera, así como los parques nacionales de La Marquesa, el Ajusco, el Desierto de los Leones, las Lagunas de Zempoala y el Tepozteco (ECOBA, 2012). Su historia biogeográfica ha dado lugar a uno de los perfiles biológicos más ricos del país, con al menos tres regiones hidrológicas prioritarias a nivel nacional (Conabio, 2007) y dos áreas de importancia para la conservación de las aves (Arizmendi y Márquez-Valdelamar, 2000).

Cabecera de cuatro cuencas, el BA provee servicios ambientales esenciales a la región central del Valle de México, ya que regula su clima, previene inundaciones, controla la erosión, mitiga las constantes contingencias ambientales mediante la ordenación de los flujos atmosféricos y la captura de carbono, pero, sobre todo, actúa como la principal fuente de infiltración acuífera hacia el subsuelo del Valle, lo que permite que abastezca del vital líquido a la región más densamente poblada de México, con sus más de 25 millones de habitantes (INEGI, 2020). La recarga acuífera de los sistemas de flujo de este ecosistema proviene de la precipitación que se infiltra y percola a través de la zona no saturada para alcanzar la saturada; el cálculo de los valores de precipitación oscila desde los 600 a los 1,750 mm anuales (Boyás-Martínez et al., 2021).

Aunado a esto, este ecosistema alberga a más de 3 mil especies de plantas, 195 de aves y 350 que incluyen mamíferos, reptiles y anfibios, muchas de ellas de carácter endémico, lo que representa, de acuerdo con la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, el 2% de la biodiversidad mundial (Conabio, 2007). Esta riqueza habita en bosques primarios y secundarios (20% y 16%, respectivamente), aunque un alto porcentaje del paisaje que impera en esta región ha sido modificado por la acción humana, esencialmente por el uso agrícola (43%) y por pastizales inducidos (9%) (López-Morales y Mesa-Jurado, 2017).

En sus territorios, se producen una vasta gama de alimentos, ya que cerca del 20% de verduras y leguminosas que se consumen cotidianamente en la Ciudad de México y su zona metropolitana provienen de esta región (Garzón, 2023).

Sin embargo, y a pesar de su importancia estratégica, esta gran área natural carece de un ordenamiento ecológico territorial integral, así como de presupuestos gubernamentales sostenidos que garanticen su conservación. Como resultado, el bosque ha estado desapareciendo a un ritmo cercano a las 2,500 hectáreas por año (Conagua, 2021), debido esencialmente a factores antropogénicos.

Entre estos, encabeza la lista el caótico crecimiento que caracteriza el anillo urbano que envuelve al bosque, ya que se encuentra envuelta por tres urbes en constante expansión: Cuernavaca (capital de Morelos), Toluca (capital del Estado de México) y, desde luego, la Ciudad de México (mapa 1).

Por ende, una de las características esenciales de este bosque: la captación de agua pluvial y la consecuente recarga de mantos freáticos, está puesta en entredicho, ya que en la actualidad la extracción en la región excede casi dos veces su capacidad de recarga (López-Morales y Mesa-Jurado, 2017), generando un escenario de alto estrés hídrico.

Esto ha sido resultado del incremento acelerado de las prácticas extractivas y neoextractivas en toda la región, sobre todo aquellas relacionadas con la depredación inmobiliaria, las cuales amenazan constantemente su existencia, amén de los constantes incendios forestales para la conversión a zonas de cultivo y potreros, la tala clandestina, el insostenible turismo de masas, etcétera (ECOBA, 2012).

Por último, debemos sumar a este escenario la constante introducción de especies no nativas, alguna de ellas exóticas, las cuales han comprometido la biodiversidad de la región, debido en gran medida a la expansión de las fronteras agroindustriales en algunas regiones específicas del bosque (Alvarado-Durán et al., 2023).

Pese a este panorama crítico existen ejemplos de estrategias en la región que buscan contrarrestar este proceso de deterioro, encabezados en su gran mayoría por los pobladores originales de estos territorios: indígenas, campesinas y campesinos, cuidadoras y cuidadores de la tierra, habitantes ancestrales de estas tierras que han desarrollado una conexión biocultural con el bosque, hecho palpable en prácticas, costumbres, haceres y saberes que han guiado sus exigencias por autogestionar el cuidado de sus territorios regidos por pautas de conservación.

Son estos pueblos de la tierra como los denomina Enrique Leff (2017), los pueblos-territorio como les nombra Arturo Escobar (2014), quienes, desde una defensa de sus territorios y su patrimonio biocultural (Toledo, 2013), han logrado detener en cierto sentido este deterioro, al tiempo que han luchado por la gestión de los recursos del bosque. Es la conservación de facto o in situ, como lo llama Boege (2008). Sin embargo, son esfuerzos locales poco articulados a una estrategia general o a un plan que coordine experiencias, saberes y metas en común.

El objetivo de esta investigación es presentar los resultados de un trabajo etnográfico llevado a cabo en dos comunidades nahuas del BA: la comunidad nahuatlica que habita el poblado de Huitzilac, Morelos, así como en la de Mixquic, al sur de la Ciudad de México. La presentación de estos dos estudios de caso estuvo guiada por la idea de revisar las particularidades de la problemática que presenta el BA en diferentes contextos; para cada uno, hemos elegido estrategias metodológicas mixtas.

Para la comunidad nahua de Huitzilac, el objetivo de la labor etnográfica fue analizar un ejercicio altamente vinculado con el equilibrio ecosistémico del bosque: sus prácticas y saberes medicinales. Hemos puesto especial atención en el rescate de los saberes y haceres de la medicina tradicional, así como al proceso de mestización al que este conocimiento y estas prácticas medicinales están sometidos. Por su parte, el acercamiento a la comunidad nahua que habita Mixquic tuvo como objetivo analizar el rescate que se ha hecho del sistema agroproductivo chinampa, análisis que busca ampliar la mirada a este sistema, ya que involucra conocimientos ancestrales sobre los ciclos de agua, las relaciones biofisicoquímicas del suelo, de las especies nativas, de los insectos y roedores de la región, entre muchos otros.

Nuestra hipótesis de trabajo buscó enfatizar la idea de que la preservación de algunos elementos de su cosmovisión, de su pluriversalidad y de su patrimonio biocultural es clave para la preservación del BA mismo, pese a haber sido alterados por la urbanización y el proceso de modernización que se ha venido presentando en la región.

Metodología

El trabajo se ha dividido en tres secciones: en la primera realizamos un breve debate teórico guiado por nuestro interés en retomar la categoría analítica de patrimonio biocultural, propuesta por la perspectiva de la ecología política. Es una sección esencialmente teórica que nos servirá para, en una segunda parte, introducir la investigación documental sobre el BA mismo, donde exponemos algunas de sus características y que se cierra presentando información en particular sobre las dos comunidades analizadas.

Por último, en la tercera sección mostramos los resultados del trabajo etnográfico llevado a cabo en las comunidades, que se llevó a cabo de enero a mayo y de agosto a noviembre de 2019. Para el caso de Huitzilac, se aplicaron una serie de entrevistas no estructuradas a las y los especialistas en curación de la región, dos hombres y cuatro mujeres. Para el caso de Mixquic, se realizaron tres entrevistas a padres de familias chinamperas. Pese a que en las entrevistas no estructuradas “los sujetos tienen la libertad de ir más allá de las preguntas y pueden desviarse del plan original” (Díaz-Bravo et al., 2013, p. 163), buscamos acotarnos a un instrumento guía elaborado con base en indicadores claves.

Para el caso de Huitzilac, el enfoque fue alrededor del conocimiento y aplicación de la biodiversidad de la región para uso curativo por parte de las y los sabedores, así como las formas de transmisión oral de dichos saberes y haceres; para el caso de la comunidad nahua de Mixquic, el enfoque estuvo guiado por nuestro interés en comprender las tácticas comunitarias llevadas a cabo para la recuperación del sistema agroproductivo chinampa, así como el rescate de los conocimientos aledaños a este sistema.

A la par de esta serie de entrevistas, se llevaron a cabo acompañamientos y caminatas comunitarias en las dos localidades, siguiendo las pautas de la investigación acción-participativa (IAP). A este respecto y en virtud de la complejidad que acompaña a este método de investigación, seguimos a Ander-Egg al aseverar que, en tanto investigación, la IAP “se trata de un procedimiento reflexivo, sistemático, controlado y crítico que tiene por finalidad estudiar algún aspecto de la realidad, con una expresa finalidad práctica”; en cuanto acción “significa o indica que la forma de realizar el estudio es ya un modo de intervención y que el propósito de la investigación está orientado a la acción, siendo ella a su vez fuente de conocimiento”; y, por ser participación, “es una actividad en cuyo proceso están involucrados tanto los investigadores (…) como las mismas gentes (sic) destinatarias del programa, ya que no son consideradas simples objetos de investigación, sino como sujetos activos que contribuyen a conocer y transformar la realidad en la que están implicados” (Ander-Egg, 2006, pp. 4 y 5).

La bitácora de campo de esta labor incluyó la recuperación de datos básicos: para el caso de Huitzilac, sobre las especies de plantas, raíces, mirtos y hongos recolectados, nombre popular de la especie, sitio de recolección principal, método de almacenamiento, tipo de uso (medicinal, ritual o ambos) y descripción taxonómica. Se buscó su clasificación que, desde la ciencia occidental, se han realizado al respecto (UNAM, 2009). Para el caso de Mixquic, la bitácora tuvo como eje central de observación las técnicas mismas del sistema chinampero, así como la información que los chinamperos poseen sobre la supresión de enfermedades, tasa de producción y métodos de recuperación de suelos. Por último, finalizamos el trabajo con algunas conclusiones.

 

Debate teórico: análisis del patrimonio biocultural

 

Teóricamente, este estudio se sostiene en algunas categorías analíticas propuestas por la ecología política y el giro decolonial.

La ecología política es una perspectiva analítica compleja, de naturaleza multidisciplinar, que se centra esencialmente en el estudio paralelo del metabolismo social y los conflictos ecológicos distributivos (Martínez-Alier, 2015). Asume una postura profundamente crítica sobre el discurso del desarrollo, así como el rol del uso del aparato tecnocientífico que lo respalda. Es una perspectiva analítica que ha logrado refrescar el análisis político de las relaciones de dominación institucionalizadas alrededor de la explotación de la naturaleza en contextos subalternizados (Alimonda, 2017), sosteniendo que la crisis ecológica que atestiguamos es, en el fondo, un síntoma de un problema más agudo, a saber, una crisis civilizatoria de la modernidad en su conjunto (Toledo y Alarcón-Chaires, 2018).

En este sentido, Arturo Escobar (2014) propone que la ecología política rompe con el paradigma científico eurocentrado, que reduce la compleja relación que el ser humano establece con los diferentes hábitats a binomios como el de sociedad/naturaleza, ser humano/reino animal, campo/ciudad, entre otros. Este reduccionismo binario ha sometido y desdeñado otras formas de comprender y analizar estas relaciones y estos entornos, al mismo tiempo que ha limitado la comprensión humana de cómo sentimos y palpamos los ciclos naturales y a la naturaleza misma en términos generales; de ahí que se busquen reivindicar saberes plurales que han sido invisibilizados por el eurocentrismo, en lo que se denomina diálogo de saberes (De Sousa, 2011).

Enrique Leff, siguiendo esta línea de pensamiento, sostiene que la ecología política revaloriza racionalidades alternativas; es decir, aquellos saberes que tienen siglos de convivencia, observación y experimentación empírica con los diferentes hábitats, epistemes que fueron sistemáticamente desechados por el proceso de colonización que, desde los estudios decoloniales, se denomina: la colonialidad del saber (Quijano, 2014).

Este mismo diagnóstico es compartido por Víctor Toledo (2013), para quien nuestra época se caracteriza por múltiples crisis (desde la económica y la social, hasta la energética y la financiera, pasando, por supuesto, por la medioambiental), lo que obliga a una revisión de los fundamentos mismos de la civilización humana. Al hacerlo, dice Toledo, estamos obligados a reconfigurar el estudio de la biodiversidad y de las culturas como entes interdependientes.

Esto le permite a Toledo proponer lo que denomina el paradigma biocultural, el cual se basa en la integración de tres criterios: la biodiversidad (riqueza de flora y fauna), la etnodiversidad (culturas arraigadas al territorio) y la agrodiversidad (áreas de domesticación y diversificación de plantas y animales domesticados). El autor afirma que esta integración otorga a esta postura no solo una vasta riqueza epistemológica y conceptual, sino que, al buscar generar espacios de enunciación, le otorga una clara postura política, lo que, en palabras de Héctor Alimonda, significa “hacer pie en el cuerpo analítico de la ciencia política” (Alimonda, 2017, p. 44).

Por tanto, la ecología política defiende la hipótesis de que salvaguardar el patrimonio natural de un país, de una región o de una localidad sin amparar a las culturas que le han dado forma y sentido significaría reducir la naturaleza a un ente estático, metabólicamente cercenado (Leff, 2017). En este orden de ideas, lo anterior significaría detener los procesos de destrucción de los ecosistemas donde éstas han perdurado por siglos y que les han servido para estructurar un complejo sistema/mundo que ha dado sentido a su existencia tanto material como espiritual, preservándolo (Escobar, 2012).

Para analizar este proceso coevolutivo es fundamental comprender la dimensión de territorialidad que los pueblos indígenas poseen en un espacio determinado. Boege (2008) propone que, para la definición de territorialidad, se deben contemplar los recursos naturales bióticos intervenidos en distintos gradientes de intensidad por el manejo diferenciado y el uso de los recursos naturales según patrones culturales, los agroecosistemas tradicionales que ahí se desarrollan, la diversidad biológica domesticada con sus respectivos recursos fitogenéticos desarrollados y/o adaptados localmente, entre otros factores. En un territorio, por tanto, se establece el patrimonio de los pueblos, lo que, desde la ecología política se ha teorizado con la noción de patrimonio biocultural.

Con esta categoría se busca dar cuenta de las características culturales que definen a una comunidad, a una cultura, visibilizando cómo estas se encuentran profundamente relacionadas con los ecosistemas que la rodean, con sus elementos biológicos, así como con los ciclos fisicoquímicos que ahí se presentan (Toledo y Alarcón-Chaires, 2018). En este sentido, las comunidades desarrollan su patrimonio cultural en concordancia con el natural, imbricándose de manera constante. De esta manera, se presenta un continuo cultural que se estructura con base en el entrelazamiento de rasgos cosmogónicos, la materialidad biológica y la explicación espiritual de lo que se denomina el tejido de la vida.

Por ello, el patrimonio biocultural se encuentra representado tanto por la riqueza biológica presente en un territorio, es decir, la biodiversidad y las sinergias ecosistémicas y paisajísticas, así como por la variedad cultural, lingüística y patrimonial que alberga, es decir, por los productos tangibles e intangibles resultantes (Toledo, 2013) y los sistemas de vida involucrados (ciencia, alimentación y conocimiento medicinal, entre otras cosas) (Millán et al., 2016). Asimismo, relaciona los procesos biológicos y fisicoquímicos de una región, entretejiéndolo con la cosmogonía de los pueblos que la habitan, con su espiritualidad, así como la relación que establecen entre los seres vivos y los no-vivos (Ellison, 2020).

Por tanto, desde la ecología política el patrimonio biocultural es visto como el resultado de un proceso civilizatorio sociobiohistórico, en el cual los habitantes logran coevolucionar respondiendo a ciclos y patrones bioenergéticos y productivos dados por el ecosistema (Boege, 2008). Este proceso genera un conocimiento en el que la riqueza biológica de una región, de un territorio, se asocia a la cultura y la cosmovisión de determinados grupos sociales. Así:

 

El patrimonio biocultural es el conocimiento y prácticas ecológicas locales, la riqueza biológica asociada (ecosistemas, especies y diversidad genética), la formación de rasgos de paisaje y paisajes culturales, así como la herencia, memoria y prácticas vivas de los ambientes manejados o construidos. (Lindholm y Ekbiom, 2019, p. 68)

Esta noción ha ayudado a la comprensión de diversas rutas que ha permitido que culturas ancestrales desarrollen su cosmovisión anclada a los ciclos biofísicos de sus hábitats, vinculando profundamente el equilibro ecosistémico con su espiritualidad y su mundo de vida (Escobar, 2014).

Concluimos este apartado planteando que tanto la ecología política como el giro decolonial son perspectivas analíticas que han permitido erguir un aparato crítico conceptual que posibilita la comprensión, desde sentipensares no científicos, otras cosmogonías, otras epistemes. Como resultado, se han convertido en perspectivas adoptadas por grupos de campesinas y campesinos, indígenas, afrodescendientes y pobladores originales, al tiempo que se han introducido en las narrativas de movilizaciones sociales en defensa de sus territorios, de reivindicación identitaria, de lucha por los derechos humanos o de defensas comunitarias ante el despojo socioterritorial (Escobar, 2014).

Ello, gracias a que ha logrado dar voz a los sujetos explotados y subalternizados por el sistema capitalista moderno, argumentando que la crisis ecológica moderna no se reduce a un asunto distributivo, sino que responde a un esquema de poder que se ha ido configurando desde el proceso mismo de conquista, ahondándose en los primeros años de este siglo a través del esquema neoextractivista (Svampa, 2019).

Atestiguamos, en resumen, una crisis civilizatoria que nos obliga a replantear la episteme científica/moderna y a reconsiderar formas otras de ser, pensar, sentir y estar en el mundo (Walsh, 2013). Con este trabajo, buscamos aportar algunos elementos a este debate.

 

Características del Bosque de agua de la megalópolis de México

 

El BA forma parte de las regiones calificadas de mayor importancia biológica en México de acuerdo con el Índice de Importancia Biológica (IIB) (Conabio, 2007). También ha sido catalogada como una de las regiones de elevada biodiversidad, de acuerdo con la perspectiva biogeográfica y ecosistémica.[2] Este ecosistema alberga a más de 3 mil especies de plantas, 195 de aves y 350 que incluyen mamíferos, reptiles y anfibios, muchas de ellas de carácter endémico (Conabio, 2023). La composición esencial es de bosques primarios y secundarios (20% y 16%, respectivamente), aunque un alto porcentaje del paisaje que impera en esta región ha sido modificado por la acción humana, esencialmente por el uso agrícola (43%) y por pastizales inducidos (9%) (López-Morales y Mesa-Jurado, 2017).

Paradójicamente, la ausencia de una estrategia general de conservación la ha colocado como una región con los índices más altos de vulnerabilidad, con altos rangos de riesgo, los cuales son determinados por factores que amenazan la biodiversidad como el cambio en el uso de suelo, incremento de población con niveles elevados de marginación social, fragmentación, explotación de recursos, turismo masivo insostenible, etcétera (Conabio, 2007).

Esta contradicción se visibiliza cuando se comparan algunas cifras. Por ejemplo: pese a que en el BA se encuentran 21 áreas naturales protegidas (ANP) (entre ellas, la de mayor antigüedad en México: el Desierto de los Leones), el crecimiento urbano en la zona sur de la Ciudad de México ha aumentado entre 250% y 400% en los últimos 40 años (Schteingart y Salazar, 2005), generando una disminución de la cobertura vegetal cercana al 35% del BA (Semarnat, 2003).

Este fenómeno ha sido ampliamente documentado (Garzón, 2023; Alvarado-Durán et al., 2023), de forma tal que diversos especialistas coinciden en señalar que la ausencia de estrategias gubernamentales sostenidas y regionalizadas ha impedido la consolidación de un sistema eficaz para el manejo de las ANP, sumado al bajo número de personal calificado para su gestión, así como a los constantes recortes presupuestales (Coespo, 2015).

De ahí la importancia de los esfuerzos locales que llevan a cabo los pobladores originales, ya que ha sido gracias a la defensa territorial que llevan a cabo tanto las comunidades como los ejidos y las autoridades locales, que el BA se ha logrado preservar.

 

(…) se ha encontrado una relación entre las zonas estratégicas de conservación ambiental y los territorios indígenas; se ha advertido que la presencia de estas comunidades es un factor determinante en la estabilidad y la capacidad de resiliencia de dichas regiones. (Luque et al., 2020, p. 11)

Para esto, es fundamental comprender que un gran porcentaje del territorio del BA, incluyendo las ANP, está bajo el régimen de propiedad social (comunal y/o ejidal), lo cual implica que gran parte de las decisiones sobre la gestión de los recursos, así como el manejo del territorio, recae sobre las autoridades comunales y ejidales. Cobran importancia entonces las herramientas con las que cuentan cuidadoras y cuidadores para su manejo eficaz, así como los recursos para su preservación.[3]

 

1. Comunidad nahua de Huitzilac, Morelos

En el estado de Morelos habitan 35,106 indígenas, predominantemente nahuas (alrededor del 70%) (mapa 2).

Nuestra labor etnográfica se centró en la comunidad nahuatlica perteneciente al municipio de Huitzilac, donde buscamos analizar una práctica altamente vinculada con el equilibrio ecosistémico y la salud del bosque, como ellas y ellos lo enuncian: sus saberes y haceres medicinales tradicionales.

Al igual que en diversas poblaciones indígenas y afrodescendientes en nuestro país, la salud involucra el equilibrio entre tres esferas: la física, la psíquica y la espiritual. Este equilibrio es fundamental, ya que les permite llevar a cabo sus actividades productivas y culturales, ambas ancladas fuertemente al territorio y al paisaje (Sandoval et al., 2019). La enfermedad es vista y tratada de manera individual, pero también de manera comunitaria, por lo que los saberes y haceres especializados recaen específicamente en las y los cuidadores.

El tratamiento de las enfermedades consiste, la mayoría de las ocasiones, en la aplicación de infusiones, tés, pomadas o vaporizaciones. Sin embargo, dependiendo de la naturaleza del malestar, estas pueden ir acompañadas de una serie de rituales cuyo fin es expulsar el espíritu ofensivo (ehecatl) del cuerpo del paciente, lo que implica el acompañamiento de oraciones e invocaciones, en lo que denominan limpieza ritual (Smith-Oka, 2007). De esta forma, lo que buscan es restaurar el equilibrio entre espíritu y cuerpo haciendo ofrendas a los espíritus invasores para persuadirlos de salir del cuerpo enfermo. Los saberes de los rituales son, en última instancia, propiedad de las y los sabedores, aunque el saber tiene también un carácter comunitario.

Es por ello que estos rituales de acompañamiento no poseen un método a priori. Las y los curanderos intuyen el origen de la enfermedad, intuición que es resultado de la experiencia en el diagnóstico de los malestares, lo que genera una clasificación de acuerdo a las causas: las primeras son las naturales (aquellas enfermedades cuyos factores detonantes afectan de manera directa el estado fisiológico de la o el enfermo), las segundas son sociales (aquellas que se relacionan con las transgresiones a las normas colectivas, lo que conlleva a la aparición de algunos padecimientos), las terceras son de tipo calendárico (padecimientos que resultan de cierta posición de los astros y que, en ciertos periodos de tiempo muy específicos, como temporadas de frío o calor, afectan la salud física, pero también espiritual de un individuo), y las cuartas son de carácter divino (aquellos malestares provocados por agentes divinos o seres sobrenaturales) (Jorand, 2008).

Es importante comprender, por tanto, que la salud corporal en esta cosmovisión se ancla a la espiritual, por lo que algunos padecimientos como el “espanto” (la pérdida del alma) o los “malos aires” (lo que en la medicina occidental podrían denominarse enfermedades somáticas) son tratados con rituales, donde el conocimiento en el uso de plantas, raíces, hongos y mirtos es fundamental.

Por tanto, la medicina tradicional es un conjunto de acciones tendientes a la cura tanto corporal como espiritual, cuya apropiación colectiva implica diversos procesos socioculturales que, vistos desde la medicina occidental hegemónica, son expresiones subalternizadas:

 

La confluencia resultante del proceso de mestización de la medicina indígena prehispánica y de la medicina ibérica colonial (…), no está restringida a los grupos indígenas, sino que forma parte del acervo curativo de los grupos campesinos mestizos y de ciertos sectores populares urbanos. Pero sigue siendo una medicina “no oficial”, “no legalizada”, “no civilizada” y “no universitaria” a los ojos de la sociedad dominante. (Anzures y Bolaños, 1983, pp. 105-106)

Paralelamente, se ha venido documentando cómo su conocimiento tradicional ha comenzado a combinarse con la medicina alópata (García et al., 2015) en un proceso de mestización, sin que ello sea visto de manera negativa por la comunidad (Estrada, 2002), lo que demuestra, por un lado, la gran capacidad sinérgica que estos pueblos poseen y, por otro, evita romantizar su saber médico como un elemento epistémico y ontológico anclado necesariamente a la tradición y al pasado.

El proceso de mestización de la medicina comunitaria nahua ha sido analizado con anterioridad y, en ese sentido, seguimos la tipología sugerida por Barrera (2006). Esta tipología divide analíticamente este saber en tres grandes esferas: en primer lugar, se tiene la medicina mágico-religiosa, cuya técnica curativa se basa en la eficacia simbólica de las ceremonias curativas. Es un aspecto de la medicina tradicional nahua presente en varias regiones del país donde este grupo indígena persiste. Es un saber que recae en las y los sabedores llamados tepahtihketl (la/el que sabe curar) (Guzmán, 2005).

La segunda esfera abarca a las parteras, las y los hueseros y las y los yerbateros, seres cuyas habilidades curativas se sustentan en técnicas que, si bien se basan en aspectos místicos y religiosos, implican también un conocimiento profundo de las propiedades curativas de plantas, hierbas, flores, hongos, raíces, mirtos e incluso de animales (sobre todo insectos), preparados en infusiones, sopas, bálsamos, aromatizantes, etcétera.

Por último, la tercera tipología propuesta por Barrera se relaciona con la cultura comunitaria de la autosanación, donde se involucra el conocimiento familiar de adultos y ancianos en la elaboración de pomadas, tés, infusiones, entre otros, cultura que está claramente atravesada a razón de género, en las prácticas culturales del cuidado de las mujeres de la comunidad, y donde los procesos de sanación radican en la experiencia en el uso tanto de las propiedades curativas tradicionales, pero también de la medicina moderno/occidental. Este punto será retomado más adelante.

Como ya hemos mencionado, pese a ser labores con prácticas particulares y conocimientos específicos, entre las y los curadores nahuatlicas de Huitzilac, estas se dan de manera indiferenciada, salvo la labor de las parteras. Sin embargo, muchos de estos conocimientos son guardados con cierto celo por cada una y uno de ellos, ya que eso, arguyen, garantiza el aura que envuelve su labor. Por lo que, pese a que el uso medicinal de plantas, flores, hongos, mirtos y otros, es comunitario. El saber íntimo para curaciones específicas recae solo en las y los sabedores.

La recolección en las caminatas en campo y en los huertos familiares arrojaron la tabulación de una gran cantidad de especies, de las cuales resaltamos algunas (cuadro 1).

Las y los curanderos coinciden en señalar que la medicina tradicional ha ido perdiendo terreno por este influjo de la medicina moderna. Sin embargo, no es este el mayor problema, sino que los impactos más profundos son resultado de las problemáticas socioambientales que se han venido presentando en sus territorios (Millán et al., 2016).

Como resultado de la labor de acompañamiento se constató que no solo hay una labor de recolección en el bosque, recorridos donde gustan del acompañamiento de niñas y niños con el fin de transmitir su conocimiento de manera oral, sino que se observó cómo los y las curanderas han logrado la domesticación exitosa de algunas plantas en los solares de sus casas, algunos de los cuales se cercan alrededor de arroyos y riachuelos aledaños a su hogar.

Esto nos condujo a observar cómo se conforma lo que hemos mencionado anteriormente: la cultura comunitaria de la autosanación, donde se involucra el conocimiento familiar, cultura que se inclina claramente a la práctica del cuidado de las mujeres (madres de familia y ancianas) de la comunidad, y donde los procesos de sanación radican en la experiencia en el uso tanto de las propiedades curativas tradicionales como de la medicina moderno/occidental (Barrera, 2006). Para ello, hacemos referencia a lo obtenido mediante los recorridos de acompañamiento

Un porcentaje importante de la población asegura haber recurrido a la medicina tradicional, arguyendo cuestiones de salud, economía (es más barata que la medicina alópata) y por tradición. Padres y madres afirman inducir a sus hijas e hijos al uso de esta medicina, aunque, con referencia al proceso de enseñanza familiar, sucede un hecho paradójico, ya que refieren que esta recae en los padres, aunque, en realidad, sean las madres las encargadas de las labores de cuidados.

Esta inducción al uso de medicina tradicional es más fuerte si en el núcleo familiar hay la presencia de abuelas. Un hecho importante es que un alto porcentaje de la población no solo suministra el remedio y/o explica los componentes, sino que también se detiene en la enseñanza de los procedimientos para su elaboración. Y si bien es cierto que esto en sí mismo no garantiza la perpetuación de los saberes, sí permite que el modelo mixto de atención persista, ya que gran parte de la población opina que son prácticas que se complementan con la atención médica que reciben del Sistema Estatal de Salud, lo que corrobora lo dicho por las y los sabedores expuesto anteriormente.

Esta información nos conecta con la forma en la que obtienen estos recursos terapéuticos: un porcentaje significativo asegura que la adquisición de estas plantas se dio a través de recaudaciones colectivas y en mercados locales, aunque la gran mayoría son de los huertos familiares, lo que conlleva al análisis de la relación que sostienen estos espacios familiares con la conservación de la biodiversidad del bosque atada a esta práctica medicinal.

Los huertos familiares no solo se encuentran aledaños a los hogares, sino que muchas veces conviven con territorios adjuntos a sus milpas e, inclusive, en algunos espacios dentro del bosque mismo, protegidos de manera familiar y en ocasiones comunitaria, donde se induce el cultivo de algunas plantas y mirtos para su uso medicinal. En estos espacios, conviven especies toleradas al lado de otras fomentadas y algunas más que son protegidas: las primeras especies, las toleradas, surgen de manera espontánea, la más de las veces como resultado de la siembra antropogénica inducida, o bien, surgen en el terreno (son aquellas que comúnmente se denominan como plantas silvestres), y cuyo cuidado se reduce a evitar su excesiva propagación, pero sin eliminarlas. Las segundas, las fomentadas, también son producto de las condiciones originales de los territorios, surgen de manera espontánea, pero reciben cuidados por parte de la o el agricultor, incluida la dispersión en huertos o en el bosque mismo. Por último, las especies protegidas son promovidas, cuidadas y diseminadas tanto en los terrenos de cultivo como en los bosques.

 Sin embargo, estas prácticas y estos espacios están siendo seriamente trastocados debido a las problemáticas socioambientales que, en general, se observan en el estado de Morelos, y en particular en el poblado de Huitzilac. Hemos concluido que son tres los fenómenos que repercuten directamente en el equilibrio ecosistémico de la región: la introducción de la agroindustria, la terciarización de la economía y la tala ilegal. El análisis de estos fenómenos será motivo de futuros abordajes.

 

2. Comunidad nahua de Mixquic, Ciudad de México

La información sobre la población indígena que habita la Ciudad de México (CDMX) es compleja y contradictoria, ya que obedece a diferentes criterios de selección.

Algunas metodologías reducen su presencia a un aspecto meramente lingüístico, lo que arroja que en esta región se reporten alrededor de 135,000 indígenas (INPI, 2021). Sin embargo, esta reducción lingüística está en debate debido a la presencia de indígenas en la capital del país cuya lengua materna es el español, pero que de alguna manera preservan algunas tradiciones y costumbres, la más de ellas adaptadas a las culturas urbanas (Albertani, 1999).

Derivado de este debate y bajo criterios no meramente lingüísticos, en la CDMX hay cerca de 785,000 personas que se auto adscriben como indígenas, lo que eleva a 8.8% del total de la población en esta región, lo que indica que 1 de cada 10 indígenas en México vive en la capital. Sin embargo, esta numerología es altamente variable debido a factores como la migración, la marginación y la pobreza (INPI, 2021).

Eso determina porqué el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) reporta solo la presencia de nahuas en las alcaldías Tláhuac y Milpa Alta (mapa 3).

Otros autores han llegado a identificar que un gran porcentaje de indígenas en la CDMX se albergan en cinco alcaldías: Iztapalapa (arriba de 60,000), Gustavo A. Madero (cerca de 30,000), Cuauhtémoc (arriba de 15,000), Coyoacán (cerca de 15,000) y Venustiano Carranza (aproximadamente 10,000) (Albertani, 1999; Navarrete, 2019).

Los habitantes del pueblo de Mixquic han buscado conservar sus tradiciones con profundas raíces prehispánicas entre las que se encuentran sus formas de organización comunitaria, sus fiestas patronales como la del Día de Muertos y sus actividades agrícolas, como la chinampa, el cual ha recibido la atención de diversos estudios etnohistóricos de diversos organismos (Medina, 2000; Quintos y Quispe, 2004).

La chinampa posee una alta productividad y una baja huella ecológica, lo que ha permitido el viraje de grupos ambientalistas y de científicos para colocarla nuevamente en el centro de debate (Rojas, 1983). Sin embargo, el sistemático abandono del campo, la migración y la gentrificación, acompañado del profundo impacto a la región por la desecación y extracción de los mantos acuíferos que alimentaban la región desde mediados del siglo XX, imposibilitan una recuperación a corto plazo del valor agroproductivo que alguna vez caracterizó a la región.

Sin embargo, esta técnica está asentada en un profundo conocimiento de las estrategias de rotación de cultivo, del manejo de la técnica de almacigo, así como la construcción misma de la chinampa, que es una isla artificial construida manualmente a través de lodo, tierra y vegetación lacustre colocada en capas alternadas; es una técnica que requiere agua dulce alimentada constantemente de manantiales que facilite la circulación acuífera. El suelo es totalmente orgánico y, por tanto, extremadamente fértil. Al ser una superficie porosa, facilita el drenaje natural y la irrigación, presentando así las condiciones ideales para el crecimiento de cultivos con muy alta eficacia (Sanders, 1983). De ahí que la característica principal sea su carácter intensivo, con base en técnicas puramente manuales, con herramientas sencillas y de uso milenario como la coa, el huictli, el cuauhcalli, el huitzoctli y el texpetlatatl, entre otros.

A pesar de su parcial abandono y que las condiciones acuíferas han impactado profundamente en la salud ecosistémica en esta región, en Mixquic se calcula que existen cerca de 1,200 ha de tierras chinamperas bajo diversas modalidades: ejidal, pequeña propiedad y renta de tierras a comunidades vecinas. Esta última, en palabras de los chinamperos, ha crecido de manera acelerada en los años recientes, generando un retorno de agricultores a esta actividad.

 

Actualmente en la zona agrícola de Mixquic hay productores que rentan tierras desde San Juan Ixtayopan hasta Tulyehualco para la siembra de hortalizas, aunque tengan sus propias parcelas. (Don Ignacio Ramírez, chinampero)

Esto tiene un correlato en el aumento en el rendimiento de la región; según datos de la FAO,[4] el valor anual de la producción en el Sistema Agrícola Chinampero de la Ciudad de México se estimó en 245 millones de pesos, que corresponden a 19,213 toneladas de alimentos, de las cuales: 13 corresponden a producción de hortalizas y maíz, principalmente, de donde se obtienen medio millón de elotes y 130 toneladas de grano. Para este organismo, el 80% de la producción chinampera se concentra en cuatro cultivos: 7,453 toneladas de lechuga, 3,132 de romerito, 3,334 de verdolaga y 1,352 de berza. En cuanto a plantas ornamentales, se producen anualmente entre 23 y 24 millones, destacando las aromáticas, la nochebuena y el cempasúchil.

Estos datos se complementan con lo aportado por el Gobierno de la Ciudad de México, el cual estima que, anualmente, se producen alrededor de 19 mil toneladas de alimento (cuadro 4).

Lo cierto es que, como resultado de este nuevo modelo productivo (combinación de tierras ejidales, pequeña propiedad y renta de terrenos), aunado a una dotación de agua tratada desde los años 90 por parte del Gobierno de la Ciudad, el retorno de la población campesina en los últimos años ha sido constante (Navarrete, 2019), incrementando el interés por parte de los pobladores por el rescate de su patrimonio biocultural.

De acuerdo con las labores de acompañamiento y las entrevistas no estructuradas a jefes de familias chinamperas, los cultivos hortícolas que predominan en la zona son: brócoli, romero, acelga, apio y verdolaga y, en menor proporción, maíz, calabaza y chile. Las y los chinamperos resaltan el creciente número de cultivos que son resultado de la lluvia de temporada, en parcelas pequeñas con flores de cempasúchil y alelí. Algunos productores tienen en los bordos de las parcelas especies frutales, principalmente duraznos, o bien, árboles como el sauce llorón o el ahuejote.

Es importante resaltar esto, ya que la producción de brócoli de Mixquic representa cerca del 30% que se comercializa en la Central de Abastos de la Ciudad de México (INEGI, 2020). La de romerito es la más significativa, porque constituye el 100%, ya que esta localidad es la única que lo comercializa en grandes volúmenes.

Como resultado de lo anterior, se ha implementado una estrategia para mantener esta producción pese a basarse en el riego con agua tratada: la construcción de pozos cuadrados en el lecho de los canales para alimentar a sus cultivos. Con ello, se ha dado prioridad a su rotación y manejo, fomentando la diversidad en los sistemas de producción diversos e intensivos, manteniendo su suelo ocupado durante todo el año, lo cual logran repitiendo de tres a cuatro ciclos al año y manejando varios cultivos, dependiendo de la duración del ciclo de producción de cada uno de ellos.

Por último, algunas problemáticas que las y los mismos chinamperos resaltan son: falta de asesoría para control de plagas que resultan del uso del agua tratada, robo de plántulas y hortalizas, así como la falta de apoyo de autoridades derivado del bajo costo de compra de sus productos. La cercanía con la Ciudad de México es vista como un hecho contradictorio, ya que, por un lado, ofrece un mercado importante para la circulación de sus productos, pero al mismo tiempo está siendo cada vez más dominado por las fuerzas agroindustriales, en un juego mercantil desigual. Por último, la presión inmobiliaria en la zona es, de unos años a la fecha, el principal foco de atención por parte de las familias chinamperas, ya que representa la fuente más importante de extractivismo acuífero.

Pese a esto, la agricultura de Mixquic ha podido adaptarse a las condiciones que les confiere su cercanía con la ciudad, adoptando nuevos sistemas, readecuando la chinampa las condiciones edafoclimáticas y a los recursos disponibles. Han elaborado estrategias con novedosos patrones de cultivo adaptados a la tenencia de la tierra y a la disponibilidad de agua. Dicha dinámica se basa en un sistema de conocimientos tecno-productivos campesinos ancestrales y modernos, cuya lógica privilegia primeramente las necesidades de la familia, pero además garantizan la supervivencia de los agroecosistemas que les sirven de sustento. Las y los campesinos chinamperos de Mixquic han mostrado históricamente una tenacidad y sobre todo resistencia y organización para que su agricultura que la actividad se mantenga como el eje económico principal.

Conclusiones

El BA cumple una función ecosistémica fundamental para la región central del Valle de México. No solo provee una serie de servicios ambientales vitales que ha logrado mantener el equilibrio cada vez más frágil y trastocado en este espacio, lo que ha permitido la coexistencia de los casi 25 millones de habitantes en la región, sino que ha albergado por siglos una vasta biodiversidad en sus territorios.

Pese a esto, hay una grave ausencia de planes integrales para su conservación, lo que ha permitido el avance de múltiples proyectos extractivistas, sobre todo del sector inmobiliario, en las tres ciudades que le rodean, planes que han caminado de manera paralela al desarrollo de industrias que violentan cuerpos y territorios de quienes le han habitado de manera ancestral: la agroindustria, la industria forestal y la de servicios turísticos.

Tras esta realidad, se han documentado los esfuerzos de los pobladores originales para salvaguardar el bosque, que han logrado visibilizar la conexión que muchos de sus saberes y haceres guardan con el equilibrio y el funcionamiento de los procesos biológicos y fisicoquímicos del área, amén de la capacidad de resiliencia que este espacio ha demostrado tener.

A través de diferentes estrategias metodológicas reunidas en un trabajo etnográfico al interior de dos comunidades, nuestra investigación ha tenido como uno de sus objetivos prioritarios analizar la importancia del equilibrio ecosistémico como pilar para la preservación de saberes y haceres alrededor de la medicina tradicional entre la población nahuatlica en Huitzilac, al tiempo que buscamos mostrar los esfuerzos comunitarios que realiza la población nahuatlica en Mixquic para conservar su patrimonio biocultural reflejado en el sistema agroproductivo chinampa.

Si bien algunos de estos saberes y haceres son altamente especializados y, por lo mismo, están en manos de sabedores y sabedoras de la comunidad, tanto la salud como el sistema alimentario entre los nahuatlicas se hospedan en los transmitidos de manera generacional, por lo que su preservación se ancla en factores socioespaciales vinculados fuertemente a la biodiversidad del BA, hecho que les coloca en altos niveles de vulnerabilidad.

Esto se pudo constatar a través del acompañamiento que realizamos en los recorridos en faenas y labores de recolección, prácticas que, pese a ser muy comunes, están perdiendo valía entre la población joven de los poblados, quienes también se desligan de haceres como el cuidado de huertos de traspatio, la milpa y el bosque mismo, donde sus plantas y hierbas son sembradas, domesticadas y difuminadas.

Aunado a esto, se han presentado diversas problemáticas socioambientales que están poniendo en riesgo estos espacios (como la migración a las ciudades, el abandono del campo como resultado del arribo de la agroindustria y la terciarización económica). Hay esfuerzos comunitarios por detener estos procesos, que se conjugan en diversas organizaciones comunitarias donde la educación ambiental hacia los jóvenes y hacia las y los niños de la región juega un rol fundamental, y donde se busca afianzar un modelo de turismo no extractivo, verdaderamente sostenible, no de masas, no invasivo, cuyo fin es preservar la salud y el equilibrio del bosque.

Esto nos conduce a afirmar que, como prerrogativa que ha guiado nuestro trabajo, más allá de visibilizar la necesidad de un plan o programa integral para el BA que regule toda actividad en la región, que mediante un ejercicio de gobernanza ambiental otorgue herramientas jurídicas y legales a los pobladores originales de la región, nuestro interés fue analizar cómo el rescate del patrimonio biocultural de estas poblaciones debería colocarse como la principal estrategia a seguir para conjuntar esfuerzos y experiencias que, hasta ahora, parecen desligados y sin coordinación.

Nos queda claro que perder el gran BA implicaría perder su biodiversidad, su valor ecosistémico, su captura de CO,2 de agua y recarga acuífera, los alimentos que proporciona a quienes habitan esta región, entre otros factores, anteponiendo sus saberes, sus prácticas y sentipensares tendientes a la conservación de un equilibrio con el entorno.

No es exagerado afirmar, entonces, que preservar este bosque garantizaría la subsistencia de los cerca de 25 millones de seres humanos que habitamos este espacio y los millones más de seres vivos que conviven con nosotros en este espacio vital. De ahí los esfuerzos que, desde la academia, buscamos aportar.

Referencias

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[1] Doctor en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana. Realizó estancia posdoctoral en la Unidad de Estudios del Desarrollo de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Profesor de tiempo completo e investigador en la División Académica de Tecnología Ambiental de la Universidad Tecnológica Fidel Velázquez, México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Miembro del Programa del Desarrollo del Profesorado (PRODEP). Coordinador del Cuerpo Académico de Tecnología Ambiental. Alimenta tres líneas de investigación: Análisis de conflictos socioambientales y despojo socioterritorial; Decolonialidad de los regímenes de representación de la naturaleza; Estudio de los impactos de las nuevas tecnologías en el medio ambiente.

Contacto: rafaelcastaneda7@gmail.com

ORCID: 0000-0002-3930-1674.

[2] Véase http://www.conabio.gob.mx/conocimiento/bioseguridad/doctos/manual_analisis.html

[3] La iniciativa Bosque de agua cobra aquí especial relevancia, al actuar como ejercicio de gobernanza ambiental. Para más información, véase ECOBA, 2012.

[4] Véase https://www.fao.org/mexico/noticias/detail-events/es/c/1256562/

[5] Véase http://www.tlahuac.cdmx.gob.mx/

José Domingo Rafael Castañeda Olvera

Doctor en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana. Realizó estancia posdoctoral en la Unidad de Estudios del Desarrollo de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Profesor de tiempo completo e investigador en la División Académica de Tecnología Ambiental de la Universidad Tecnológica Fidel Velázquez, México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Miembro del Programa del Desarrollo del Profesorado (PRODEP). Coordinador del Cuerpo Académico de Tecnología Ambiental. Alimenta tres líneas de investigación: Análisis de conflictos socioambientales y despojo socioterritorial; Decolonialidad de los regímenes de representación de la naturaleza; Estudio de los impactos de las nuevas tecnologías en el medio ambiente.

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