Repensando la revolución en tiempos de crisis: un apunte para la reflexión de la realidad social latinoamericana del siglo XXI

La Revolución está en la comunidad y en la separación, bajo las ruedas y en el peseante, está en todas partes.

Alfonso Goldschmidt, El Machete, 1924

 

Resumen: El siglo xxi y su devenir nos atraviesa de una manera como nunca lo imaginó la humanidad. La crisis de nuestros tiempos no sólo se remite al ámbito económico o político, sino que abarca más dimensiones de lo social; hablamos de una crisis energética, alimentaria, ambiental, financiera, cultural, institucional, etcétera. Dado ello, en tiempos como el nuestro, vuelve a surgir con urgencia, como aquel fantasma al que hizo referencia Marx en el ya entrado siglo xix, el pensamiento sobre lo necesario para transformar el estado de nuestras sociedades, y con ello se desprende un proceso que involucra el pensar y repensar la revolución en función de nuestra contemporaneidad y de la memoria. Por ello, lo que buscamos en este artículo es presentar algunos apuntes que inviten a repensar la revolución y reflexionar sobre estas ideas en nuestra actualidad, para entender la configuración de los procesos revolucionarios latinoamericanos que se presentan o presentarán ya entrada la segunda década del siglo xxi, y sus desafíos de cara a la crisis que nos atañe.

Introducción

El siglo xxi y su devenir nos atraviesa de una manera como nunca lo imaginó la humanidad. La crisis de nuestros tiempos no sólo se remite al ámbito económico o político, sino que implica más dimensiones de lo social; hablamos de una crisis energética, alimentaria, ambiental, financiera, cultural, institucional, etcétera, con diferentes rostros en un tiempo de desigualdades, violencia y muerte que se muestran en migraciones forzadas, ciudadanías mínimas, destrucción de la naturaleza y de modos de vida, explotación laboral y exclusión social, por mencionar algunos de estos rostros de la crisis. Coincidimos con aquellos autores (Hinkelammert y Mora, Dierckxsens, Márquez, Bartra, Petras, entre otros) que nombran crisis civilizatoria a las diferentes manifestaciones de las contradicciones del capitalismo mundial actual, en el sentido de poner en riesgo o quebrar los procesos que regeneran la vida.

La historia contemporánea da cuenta de que la tendencia modernizadora del capitalismo ha generado sociedades desiguales, con grandes cantidades de población empobrecidas en un planeta con claros límites naturales, que nos remite a lo que afirma Bolívar Echeverría: una “situación límite”.[3] Dentro de este contexto, América Latina no es un sujeto aislado y no se ha dado el lujo de dejar de considerar las consecuencias que tiene dicha crisis para sus poblaciones y su futuro como sociedades inmersas dentro del capitalismo contemporáneo: América Latina ha resistido.

En América Latina se continúa padeciendo un neoliberalismo que organiza a las sociedades desde una gubernamentabilidad que utiliza la memoria del miedo de las sociedades que han transitado por violencias estatales (Piper y Calveiro, 2015), para sostener formas de acumulación del capital que han generado desigualdades e invisibilizado otras formas de organizar lo económico y lo político.

Reflexionar la realidad social latinoamericana del siglo xxi nos remite a mirar las resistencias a esta forma neoliberal de organizar la hegemonía en las sociedades latinoamericanas; a apuntar que existen desde la diversidad de nuestras memorias colectivas –desde las historias que en nuestro territorio se tejen en tramas de resistencias–, memorias hechas praxis e incorporan temas nuevos que movilizan a un sujeto político colectivo latinoamericano que guarda en su memoria aquellos recuerdos de la violencia del Estado, de las desapariciones, de las torturas, del miedo, pero también del sentido de lo vivido, transmitidos en experiencias de resistencia y de sobrevivencia, y recupera saberes de luchas políticas pasadas que se hacen praxis.

En tiempos como el nuestro vuelve a surgir con urgencia, como aquel fantasma al que hizo referencia Marx en el ya entrado siglo xix, el pensamiento sobre lo necesario para transformar el estado de nuestras sociedades, y con ello se desprende un proceso que involucra el pensar y repensar la revolución en función de nuestra contemporaneidad y de la memoria. Sin embargo, hay que decir, no es la primera vez que la realidad latinoamericana ha propiciado un ambiente para pensar el proceso revolucionario con consecuencias para la praxis política de distintos sectores de nuestras sociedades; es más, podemos afirmar que la revolución lleva con nosotros alrededor de dos siglos, siendo el siglo xx el más intenso en términos de manifestaciones de formas de praxis revolucionaria.

Para pensar la revolución en tiempos actuales es necesario remitirnos a las formas en que se dotó de sentido a la idea de revolución en América Latina en el siglo xx. Esto con la finalidad de entender y reflexionar en torno a qué significa para nosotros los contemporáneos latinoamericanos, y que corresponda a los desafíos de nuestra época y los años venideros para la región. Lo que buscamos en este artículo es presentar algunos apuntes que inviten a repensar la revolución y reflexionar sobre estas ideas en nuestra actualidad, para entender la configuración de los procesos revolucionarios latinoamericanos que se presentan o presentarán ya entrada la segunda década del siglo xxi.

Esto se llevará a cabo mediante un ejercicio de contraste que permita observar cómo ha cambiado la idea de revolución en América Latina, en una especie de juego entre continuidades y discontinuidades que pretenden, a su vez, observar qué elementos permanecen en la memoria colectiva de las viejas nociones de revolución y cuáles se manifiestan como praxis social en la forma de entender lo político y su praxis revolucionaria. Para esto, primero haremos un recuento sustancial de la manera particular en cómo se ha desarrollado la idea de revolución en la región durante el siglo xx, pasando por los procesos bélicos de apertura, siguiendo con formas de revolución que se apegan mucho más a un sistema de intervención estatal y otras que promulgaron el cambio total del sistema, hasta llegar al proceso que representa por excelencia la revolución en América Latina, nos referimos a la Revolución cubana. Dado ello, pasaremos a enunciar las particularidades del punto de inflexión que se dio en tiempos nombrados neoliberales, para después reflexionar sobre la realidad actual y su vinculación con la revolución en América Latina.

1. Antecedentes de la revolución en América Latina: una mirada a la idea de revolución en el siglo xx

El uso del concepto revolución no tiene su origen en el área geográfica de América Latina. Se conocen algunas referencias desde el Renacimiento, cuando Copérnico publicó en 1543 su obra sobre la revolución de los cuerpos celestes. En ese momento, tenía un significado plenamente astronómico que refería al lento, constante y cíclico movimiento de los astros. Después, revolución tomó una connotación política de retorno, o vuelta a un punto inicial desviado, a un orden que había sido perturbado. Esta idea se puede localizar en la revolución gloriosa de Inglaterra de 1688, pues de alguna manera buscaba un retorno a un estado de cosas que había sido trastocado por los excesos de los reyes y sus malos gobiernos, es decir, una restauración (Arendt, 1998, p. 44).

Otro proceso revolucionario que influyó en el pensamiento moderno es el estadounidense de 1776, en el cual la idea de revolución se planteaba como posibilidad de un nuevo orden político, ya no de restauración, sino de posibilidad de crear, fuera de la matriz colonial, una forma de gobierno que apuntaba hacia la liberación de la coerción ejercida por la metrópoli. Aunado a esto, a la idea de revolución le precedía también una idea de rechazo de la condición de pobreza como inherente a la condición humana, es decir, se incorporó la cuestión social, la cual se fue redefiniendo a partir de la idea de América como símbolo de abundancia y prosperidad, incluso antes de la revolución estadounidense.[4]

 Sin embargo, es en la Revolución francesa que se transforma e incorpora un nuevo elemento que tiene que ver con el momento revolucionario como el origen de un nuevo tiempo, la revolución como acontecimiento, como un reinicio en el movimiento natural propio de la revolución: “con el establecimiento del calendario revolucionario, en el cual el año de la ejecución del rey y de la proclamación de la república era considerado como año uno” (Arendt, 1998, p. 29). De esta manera, el concepto moderno de revolución surge a finales del siglo xviii en la coyuntura francesa, donde éste remitía a un cambio hacia adelante, hacia una nueva forma de ordenar la sociedad, que además de generar una ruptura con la forma de organización política o gobiernos anteriores, también rompía con formas de organizar y de reproducir la vida social, tanto económicas como culturales, al reconocer la miseria de las masas y los privilegios de la monarquía.

Empero, hay que decir que la revolución también era asociada con tumulto o revuelta; desde el poder monárquico, al nombrar la irrupción de las masas como revuelta o tumulto, se afirmaba el poder del rey en la posibilidad de detenerla. Así, y volviendo a la idea astronómica del movimiento de las estrellas, al decir que lo que pasaba en la Bastilla era una revolución, se atribuía a un movimiento natural que escapaba del poder humano y su posibilidad de detenerlo, pues obedecía a sus propias leyes (Arendt, 1998, p. 49). Por ello, también se debe considerar el lugar de enunciación de las ideas y la posibilidad de existencia de distintos tipos de revolución, y no uno exclusivo para denotar a la gran y única revolución, como eventualmente pasará en el siglo xx (Zermeño, 2017, pp. 173-174).

Hasta aquí podríamos señalar algunos de los elementos que dieron contenido político a la idea moderna de revolución y que influenciaron las movilizaciones de los tiempos posteriores a la Revolución francesa, considerada el gran referente desde una visión eurocéntrica y moderna, como lo refiere Enrique Dussel (2000) retomando a Hegel: “Los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de la subjetividad [moderna] son la Reforma, la Ilustración y la ‘Revolución francesa´” (p. 45).

En esta visión lineal, pareciera que la idea de revolución (moderna) sería trasladada a América Latina como el acontecimiento de origen de un nuevo orden y que inspiraría los movimientos revolucionarios modernos. Sin embargo, ante la crisis de los sistemas monárquicos y coloniales en el siglo xix, el término se trasladó y se usó para designar a las simples revueltas, significando una especie de luchas efímeras que trasgredían el statu quo imperante, pero no implicaban la transformación estructural del régimen. Estas revueltas, conocidas como las “revoluciones de independencia” (Rojas, 2010, pp. 9-10), fueron impulsadas desde el republicanismo; en ellas prevaleció la noción de “rebelión” sobre la construcción de algo nuevo a partir de la destrucción de lo viejo. Su uso se puede observar en los nombres otorgados a ciertas revueltas, como “la revolución de Ayutla” o “la revolución de Tuxtepec” (Zermeño, 2017, pp. 188-191).

A pesar de ello, es importante señalar que dicha transgresión vendría desde la diversidad de las revueltas o rebeliones populares que en América Latina se daban y desde una “necesidad imperiosa”, un deseo de emancipación, más que desde un idealismo republicano, como lo refiere Andrés Bello:

No es, como algunos piensan, el entusiasmo de teorías exageradas o mal entendidas lo que ha producido y sostenido nuestra revolución. Una llama de esta especie no hubiera podido prender en toda la masa de un gran pueblo, ni durar tanto tiempo en medio de privaciones, horrores y miserias, cuales no se han visto en ninguna otra guerra de independencia. Lo que lo produjo y sostuvo fue el deseo inherente a toda gran sociedad de administrar sus propios intereses y de no recibir leyes de otra, deseo que en las circunstancias de América había llegado a ser una necesidad imperiosa. (Rojas, 2010, p. 23)

La influencia de las ideas europeas al final se diluía en ese deseo, en la diversidad de las rebeliones; sin embargo, se podría decir, como lo afirma Tulio Halperin: “Las revoluciones de independencia en Hispanoamérica fueron, al mismo tiempo, un conflicto militar, un proceso de cambio político y una rebelión popular” (Rojas, 2010, p. 11). Esto es importante de mencionar, pues el elemento de la rebelión popular no capitalizada por las elites criollas implica una bifurcación en la idea de revolución. Así, “la guerra de independencia, […], no fue un movimiento político o ideológicamente homogéneo y organizado” (Rojas, 2010, p. 5), sino un momento de crisis del sistema colonial que generaba inestabilidad en la administración, integración y organización de los territorios, y donde los cambios políticos no necesariamente satisficieron a las mayorías. Para América Latina estos procesos políticos también trajeron melancolía y frustración, y una serie de repúblicas que en sus entrañas fueron fundadas con sangre desde el deseo de la emancipación y la liberación, pero que en su constitución cayeron en el desencanto al sólo modificar las formas de gobierno sin trastocar en profundidad otros ámbitos de lo social.

Este contenido en la idea de revolución permaneció en el territorio latinoamericano hasta finales del siglo xix y principios del xx. En la multiestudiada “Revolución mexicana”, por medio del “Plan de San Luis” expedido por Francisco I. Madero, se puede observar que la concepción de revolución se avocaba principalmente a un proceso bélico que implicaba el derrocamiento del mandatario, Porfirio Díaz, y de su gobierno (Plan de San Luis, 1910).[5] El concepto no se despegó de la mera forma de revuelta, pero tampoco se remitía tan sólo a una revuelta más, sino que implicaba la adición del adjetivo la antes del término, lo que denotaba la singularidad que se buscaba imprimir al proceso que se inauguraba en el inicio de la segunda década del siglo xx.

Ya entrado el siglo xx surgieron diversos tipos de ideas de revolución en América Latina que podemos enmarcar en dos grandes vertientes. La primera se puede limitar a una concepción de la revolución fuera de los parámetros comunistas emanados del proceso revolucionario ruso y sus eventuales consecuencias, acercándose más a lo que el debate constituido desde la segunda internacional se denominó como reforma.[6] La segunda idea surgida, siguiendo el devenir del comunismo internacional, fue una que se apegó a los principios de la interpretación marxista-leninista del cambio social que enunció Marx en sus escritos,[7] y que se vio manifiesta en el sistema económico, político y social de la entonces Unión Soviética.

La idea moderna de revolución, surgida en el siglo xix en Europa (Koselleck, 2006, pp. 161-162), fue tomando fuerza en América Latina e implicaba una nueva forma de ver el cambio social, que vino a competir con las ideas republicanas y liberales, defendidas por los protagonistas de las revoluciones en los distintos países latinoamericanos durante el siglo xix. La influencia del comunismo mundial se vio de manera frecuente en la forma de afrontar las problemáticas sociales en el siglo xx latinoamericano y desembocó en una forma particular de concebir el proceso revolucionario que adoptaría el carácter moderno, pero a su vez periférico, característico de la posición política y geopolítica de la región en la economía mundial y el sistema interestatal del siglo xx.

a.            La revolución no comunista: otra forma de ver las cosas

Como se mencionó, uno de los dos grandes conjuntos que podemos proponer sobre la forma de ver la revolución en América Latina después de la segunda década del siglo xx implica un contenido semántico que se aleja, a nuestro parecer, de la influencia del movimiento comunista de principios del siglo. En un contexto de crisis social y política, dentro de esta categoría es importante destacar la presencia de ciertas nociones que se enmarcan en lo que se conoce como los gobiernos populistas en Argentina, Brasil y México, aunque también se podrían incluir transformaciones como la guatemalteca bajo el gobierno de Jacobo Árbenz y lo que Gleijeses llama la revolución guatemalteca (Gleijeses, 1991).[8]

Los populismos calificados de clásicos incluyen tres principales procesos de transformación nacional en Argentina, México y Brasil. En el caso de Juan Domingo Perón en Argentina, la “revolución de junio” de 1943 implicó una reconceptualización de la revolución, incorporando esta nueva forma de ver la transformación social bajo el nombre de “revolución social”. Si bien es sabido que Perón ascendió al poder por medio de un golpe militar, para él existían dos principales falencias que este proceso presentaba y que impedían llevar a cabo una verdadera revolución: la falta de carisma por parte del presidente o el líder, y la falta de ideología que haría llegar la revuelta más allá del acto golpista (Groppo, 2009, pp. 120-121).

Para Perón, la revolución obtendría su carácter ideológico en el énfasis social que se le pudiera impregnar al proceso. Para esto, la revolución social se sustentó en una serie de políticas sociales que tenían como objetivo y como punto nodal la “justicia social”. Ya desde su cargo en la Secretaría del Trabajo, Perón entendía que la cuestión de la justicia implicaba necesariamente un aspecto económico que pasaba por la redistribución de la riqueza y de los recursos de la sociedad. Con esto, el peronismo quitó la simbiosis entre política institucional y revolución, y la expandió mediante el lazo entre la revolución y lo social, abarcando la totalidad de la dimensión social, no sólo la política (Groppo, 2009, pp. 133-145).

En este sentido, lo que la revolución social en Argentina transforma en la idea de revolución es el vínculo entre la institución y la acción política o revolucionaria, que a su vez recuperaría el papel del trabajo para la organización política de base. Es decir, mientras el fundamento de la acción política fuera el pueblo trabajador –los descamisados de Eva Perón–, la nueva institucionalidad sería legítima, la revolución ya estaría hecha, pues las formas de asociatividad, de cooperación y de trabajo preexistentes serían lo que darían materialidad y sostendrían el discurso político populista.

En el caso mexicano podemos rescatar el proceso de conformación del Estado surgido después de un proceso bélico de reacción ante la crisis política del régimen de Porfirio Díaz. Este proceso se puede rastrear desde el conflicto de principios de siglo y su forma de continuidad por medio de ciertas ideas de las cuales uno de sus máximos exponentes fue José Vasconcelos. La idea vasconcelista de la revolución no viene de manera explícita bajo el concepto de revolución, pero se puede observar la idea de ruptura con el pasado tradicional y creación de algo nuevo que proviene de las ideas modernas del siglo xix. El concepto de la quinta raza o raza cósmica implica un proceso de creación de un hombre nuevo por medio del mestizaje. Este mestizaje que desemboca en la creación de una nueva raza representa la forma más avanzada del ser humano y por ende la verdadera revolución (Vasconcelos, 1925, p. 1).

La influencia del mestizaje fue retomada por el proceso de reforma social de Lázaro Cárdenas en 1934, el cual puede entenderse como una continuidad del proceso empezado en la primera década del siglo en contra del régimen de Díaz. La consolidación de la “Revolución mexicana” como algo que incorporó la noción de justicia social se asemeja con lo planteado por Perón años después. La revolución en México implicó un sistema corporativo que priorizaba la distribución de la riqueza por medio de la intervención estatal en la vida social y que puede caracterizarse como democrático-liberal, ya que, al contrario de lo planteado desde las alas comunistas, ésta nunca se planteó la destrucción de la propiedad privada y la llegada del socialismo como alternativa al capitalismo. También, podríamos tildar a este proceso de popular dada la incorporación de los distintos sectores sociales dentro del aparato del Partido Revolucionario Institucional y de las principales confederaciones que aglomeraron a sectores campesinos y obreros (Córdova, 1974, p. 40).

Un proceso parecido fue emprendido por Getulio Vargas en Brasil en la década de los treinta. La dimensión social estuvo presente en las políticas sociales de redistribución de la riqueza, pero también en la formación de un “pacto” o “consenso” en el que después de la revolución de 1930 se mostró la necesidad de reforma social que buscaba la sociedad brasileña. La reforma estuvo marcada por un carácter de política social y de modernización, en la cual se introdujo un proceso de industrialización que implicó la intervención activa del Estado en la economía mediante la creación de infraestructura, como carreteras, e incluso de disciplinamiento social en distintos ámbitos sociales, como el de tránsito (Wolfe, 2010, pp. 91-112).

Hay que decir que los procesos populistas, como se les nombra, tenían una noción de revolución que compartía ciertas características que les fueron comunes y que podríamos decir que sustentan una de las ideas de revolución que fueron erigidas en América Latina. Primera, la revolución debía tener un carácter social y no sólo política institucional, partiendo desde el reconocimiento de la injusticia social. Generalmente esto fue acompañado por una activa intervención del Estado en la economía por medio de medidas redistributivas del ingreso e impulso a la industrialización. Segunda, esta tenía un carácter nacional, es decir, a diferencia de la concepción de la revolución comunista de esos tiempos de carácter internacional, en estos procesos se concebía al Estado-nación como el contenedor del proceso social que aglutinaba diversos sectores. Tercera, la revolución implicaba un proceso de modernización, pero no concebía el cambio del sistema social en su totalidad, remitiéndose de alguna manera al binomio planteado por Rosa Luxemburgo entre “reforma o revolución”, posicionándose del lado de la reforma. Por último, cabe decir que, aunque estos procesos o ideas de revolución presentaban un alto componente social, no dejaron de practicar mecanismos de control y de incorporación al Estado de los diversos sectores sociales con tal de alcanzar los objetivos modernizadores, es por eso que ciertos sectores sociales de la época tildaron a estos gobiernos de dictadores y autoritarios.

b.            La Revolución rusa y su influencia en América Latina

La otra vertiente de la idea de revolución que surge en América Latina a principios del siglo xx, y que podemos decir que tuvo una influencia directa de la “Revolución rusa de 1917”, de la expansión del comunismo real y su estructura a nivel mundial, es una que quedó enmarcada principalmente dentro de los márgenes de acción de las sucursales nacionales del Partido Comunista Soviético bajo el mandato de la Comintern. Para inicios de la década de los veinte del siglo xx, la prerrogativa de los organismos soviéticos –surgidos como respuesta a la crisis social y política que había en Rusia bajo el mando de la monarquía zarista e impulsados por los preceptos enunciados en la producción teórica de personajes como Lenin y Trotsky– fue la de impulsar la verdadera revolución en los países americanos. Si bien, reconocen la existencia de revoluciones en México, Venezuela y otros países, se alejan de éstas bajo el argumento de que no son auténticas por el hecho de no incorporar los movimientos de masas (Löwy, 1980, p. 76).

La consigna dictada desde la Comintern fue la intervención en los países de América por medio de los partidos comunistas para la desacreditación de aquellos “socialismos” que habían traicionado los intereses de las masas (Löwy, 1980, p. 76). De esta manera, el vehículo por medio del cual llega la idea de revolución, y que luego será adaptada y aprehendida por los sujetos sociales en América Latina, fue la política internacional de la Unión Soviética. Ésta contemplaba como contenedores principales a las células comunistas del partido en los diferentes espacios nacionales a lo largo de todo el continente. Si miramos en El Machete, periódico del Partido Comunista de México, podemos observar que en la primera página del primer número publicado sale a la luz un artículo titulado precisamente “¿Qué es la Revolución?”, el cual empieza diciendo que ésta es “el espanto de los burgueses” y termina haciendo alusión al ascenso de la masa en la voluntad colectiva en defensa de las libertades humanas (El Machete, 1924, p. 1).

La influencia del proceso ruso fue muy importante en la forma en que se apropiaron las secciones comunistas latinoamericanas de la revolución. En 1929 salió un artículo en un número especial dedicado a reconocer los doce años de la Revolución victoriosa (El Machete, 1929, p. 1). Haciendo referencia a Lenin y al proceso ruso desde México, se toma a la Revolución rusa como la Revolución, un aspecto a destacar por el hecho de que ya no es una revolución más, sino la verdadera revolución, la que considera a las masas y principalmente al proletariado como vanguardia del movimiento comunista internacional. Esta manera de ver la revolución permitió a diversos intelectuales buscar una manera de entender la realidad latinoamericana y con ello impulsar diversos procesos sociales en sus respectivos espacios nacionales, tal es el caso de José Carlos Mariátegui, uno de los más grandes teóricos latinoamericanos marxistas.

El peruano destacó la importancia de la Revolución rusa en una conferencia dictada en 1923 como parte de un curso sobre la crisis mundial. Ahí menciona la relevancia e interés que despertó el proceso ruso a lo largo de todo Europa y otras regiones del mundo (Mariátegui, 1923, pp. 1-13). Más adelante, en 1924 en otra conferencia titulada “Deber de la juventud contemporánea”, el teórico peruano apunta que la revolución es un proceso occidental que no sólo se remite a Europa como la región donde surge la Revolución francesa, sino que ese proceso terminó por afectar a otras civilizaciones, refiriéndose a las sociedades americanas, y con ello apuntalaba el deber de las juventudes peruanas en dicho proceso (Mariátegui, 1924, pp. 1-2). Aun reconociendo que la revolución surge como un proceso europeo, la adopción del proceso como algo que une a la lucha es evidente en el reconocimiento del proceso ruso y la necesidad de las juventudes latinoamericanas de aprovechar la crisis que las democracias europeas presentaban en el periodo entre guerras.

Esto nos lleva a destacar otro pilar más de la idea de la revolución en América Latina enmarcada en la línea comunista: su carácter internacionalista. Si bien algunos comunistas latinoamericanos destacaban la dimensión nacional como escenario principal de lucha, por lo menos hasta antes de 1935 y el Séptimo Congreso de la Internacional Comunista, la idea de que la revolución tenía que ser internacional estaba presente en el imaginario revolucionario comunista de la época. En 1923, después de la resolución del IV Congreso de la Internacional Comunista, la Comintern hacía un llamado a los obreros y campesinos de América del Sur para unirse, hacer la Revolución y combatir el imperialismo yanqui (Löwy, 1980, p. 81).

Así como en México y en Perú, también en Cuba la idea de revolución hacía eco y era aprehendida por los simpatizantes comunistas de la época. Uno de los máximos exponentes fue Julio Antonio Mella quien junto a Mariátegui resaltaban la necesidad de los procesos nacionales y, aparentemente siguiendo el reformismo de Haya de la Torre, promovieron la integración regional de América Latina en la búsqueda de la revolución (Rojas, 2018, p. 57). Sin embargo, el famoso ataque de Mella a Haya de la Torre en 1928 denota el verdadero núcleo de la concepción comunista de la revolución. En el texto titulado “¿Qué es el ARPA?”, haciendo juego con las siglas de la asociación fundada por Haya de la Torre, el APRA, denuncia el carácter reformista del movimiento y opone a él el verdadero sentido de la Revolución en su carácter internacional, y sobre todo la necesidad del protagonismo de la organización del proletariado latinoamericano y su papel en ella (Mella, 1928, pp. 9-16).

Muchos otros procesos latinoamericanos, como el salvadoreño de 1932 o el guatemalteco de la década de los cuarenta, recuperaron la idea de revolución emulada por las instituciones surgidas del proceso ruso, pero es necesario decir que el concepto o su aprehensión no se dio de manera unilateral y fue también repensado para la realidad latinoamericana. Los casos de Mariátegui y Mella de igual manera enarbolan esa característica al tener en cuenta la necesidad de integración latinoamericana y el papel del proletariado regional en la Revolución internacional y en la defensa en contra del imperialismo yanqui por medio de frentes únicos (Mella, 1928, pp. 19-25).

Entonces, se puede observar que la segunda vertiente de la idea de revolución que se introdujo y transformó en América Latina tuvo como pilares principales el carácter internacionalista heredado por la política internacional de la Comintern, el combate al reformismo de los nacionalismos o populismos que no apuntaban al cambio estructural del sistema, el tomar al proletariado y las masas como los principales sujetos revolucionarios y, como vimos, una adaptación que consideraba fundamental la unificación de los sectores campesinos y obreros nacionales en una sola región latinoamericana. En contraste con la idea de los procesos populistas que vimos antes, se aprecia a grandes rasgos la discusión establecida en Europa, principalmente en Alemania con el partido socialdemócrata alemán y sus dos facciones representadas por Rosa Luxemburgo y Edward Bernstein,[9] pero ahora llevada a realidades distintas, tal como lo enunció Mariátegui.

Sin embargo, cabe decir que ambas ideas de revolución mantienen cosas en común, una de ellas, y la más importante, es el carácter moderno del proceso. Ambas vertientes o proyectos implican miradas al futuro y concepciones de desarrollo ilimitado en una suerte de etapismo proyectado a que todo futuro sería mejor que el pasado, es decir, la temporalidad de la revolución es siempre estar en devenir, pero no en uno que implica la destrucción o trasgresión de la modernidad, sino siempre fundándose en ella, a través de imaginarios de futuro, para lograr el estadío prometido durante el siglo xix ya sea vía el capitalismo o el socialismo, de esto era muy consciente Mariátegui cuando acusa a la revolución de ser un producto occidental.

c.             La Revolución cubana y una nueva forma de mirar a la revolución

Si bien diversos procesos latinoamericanos hicieron suya la Revolución, ya sea desde el lado populista o comunista, ningún proceso fue tan significativo desde la Revolución mexicana como el acontecido y encausado en la isla caribeña de Cuba. La Revolución cubana, enmarcada dentro de la Guerra Fría y respondiendo ante la crisis política del régimen de Fulgencio Batista, permitió que la región latinoamericana se insertara en el conflicto bipolar como un actor importante dentro de la disputa geopolítica que protagonizaban la Unión Soviética y Estados Unidos (Pettiná, 2018, p. 59). Como menciona Rojas, la Revolución cubana también implicó un cambio radical en la sociedad caribeña de la isla y puede considerarse como un punto de inflexión en América Latina; sin ella, la historia latinoamericana de la segunda mitad del siglo xx hubiera sido distinta (Rojas, 2015, p. 10).

Dentro del proceso revolucionario, las figuras de Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara fueron las más sobresalientes y favorecieron la posibilidad de hacer la revolución en regiones y países que hasta ese entonces no eran considerados adecuados para el legado histórico del proletariado. Se puede decir que la idea de revolución que surge de ahí tomó como base la ya instaurada en el ala comunista de América Latina, principalmente en las filas de los distintos partidos comunistas, y puso fuerte énfasis en las masas como el principal sujeto revolucionario. Sin embargo, un elemento fundamental que se añade para nutrir el contenido de la idea fue la cuestión de la subjetividad o, en términos del Che Guevara, la posibilidad de la formación del “Hombre nuevo”. El Che en una forma de definir la Revolución escribe:

Lo difícil de entender para quien no viva la experiencia de la Revolución es esa estrecha unidad dialéctica existente entre el individuo y la masa, donde ambos se interrelacionan y, a su vez la masa, como conjunto de individuos, se interrelaciona con los dirigentes. (Guevara, 1965, p. 5)

He aquí la principal aportación del Che al pensamiento teórico de la revolución, al contrario de la idea que se forjó en la primera mitad del siglo xx, en la que pareciera que la masa o sujeto revolucionario tuviera consciencia inherente, aquí se mostraba la incorporación de la subjetividad y su relación dialéctica con la masa y los dirigentes, abriendo la posibilidad de que aunque la condición de clase existiera no implicaba necesariamente una consciencia revolucionaria en sí y para sí. Ante la falta de consciencia de la masa entra la necesidad de una educación para el pueblo por parte de las instituciones revolucionarias y principalmente por parte del partido (Guevara, 1965, p. 16).

La Revolución cubana implicó un punto de inflexión en la historia de la revolución en América Latina, pues su alcance no se remitió al ámbito nacional, sino que trascendió por mucho dicha frontera hasta ser objeto de reflexión por parte de toda la red intelectual marxista latinoamericana. La influencia del proceso cubano es bien sabida en intelectuales como Bolívar Echeverría y Carlos Pereyra, entre otros. En el número 10 de la revista Cuadernos Políticos, Echeverría publicó un artículo titulado “Discurso de la Revolución, discurso crítico” donde se dio a la tarea de reflexionar en torno a lo que significaba hacer la Revolución desde una perspectiva que pusiera en tensión la realidad latinoamericana de los años setenta, ya avanzado el proceso de transformación de Cuba como nación, con miras a impulsar los procesos revolucionarios en los países latinoamericanos con características diferentes a la isla e incorporando la dimensión teórica de la subjetividad en la praxis política (Echeverría, 1976, pp. 44-53).

La importancia del proceso cubano radica en el hecho de que movió las aguas para que los distintos sujetos e intelectuales, a lo largo y ancho de toda América Latina, repensaran la idea de revolución de principios del siglo xx, que de cierta manera, se hacía inoperante ante los nuevos procesos políticos acontecidos en la región en la segunda mitad del siglo, como las dictaduras en el cono sur. La idea de revolución se modificó mediante la incorporación de la dimensión subjetiva del sujeto social en la praxis política y dejó de pensarse sin la capacidad de los actores de modificar su consciencia en favor o en contra de los procesos de lucha revolucionaria. Podemos decir que la revolución que nace en Rusia, y que se apropia y adopta en América Latina, se fue desquebrajando poco a poco junto con el régimen soviético y la propia dinámica de la realidad social latinoamericana caracterizada por distintos movimientos guerrilleros y, en las últimas décadas del siglo, con lo que se conoce como el inicio de los gobiernos progresistas.

A grandes rasgos, podemos decir que la revolución en el siglo xx latinoamericano estuvo caracterizada por un componente moderno que hizo que el proceso siempre mirara a lo revolucionario como el inicio de algo nuevo, pero sobre todo mejor, ya sea en su versión populista, reformista o, mucho más radical, la comunista. A su vez, la versión de la revolución latinoamericana del siglo xx incorporó a su concepción una noción de sujeto revolucionario que se remitía al proletariado, pero que lo trascendía con la incorporación de distintas clases sociales que no se entienden dentro de un ámbito puramente industrial, como en el que se concibió primeramente a la clase revolucionaria en Inglaterra. Éste es el caso de la revolución boliviana de 1952, donde se posiciona al indígena en un marco de lucha de clases, clasificándolo como campesinado y, desde los partidos de izquierda,[10] incluyéndolo en sus posicionamientos políticos con la promesa del fin del pongueaje (servidumbre del indio), planteando la unión del “campesinado” indígena con los obreros y mineros en la lucha revolucionaria (González, 2007, p. 40). Esto hizo que las distintas nociones de revolución, desde la populista hasta la cubana, pasando por la nacionalista, tomaran en cuenta a las masas populares, y sobre todo la dimensión subjetiva de los sujetos conformadores de este proceso.

Por último, es importante señalar que los distintos procesos analizados hasta este momento apuntan a una especie de binomio entre algún tipo de crisis, ya sea económica, política o social, y los procesos revolucionarios cualesquiera que estos fueron, que si bien apuntaban a un cambio, dan cuenta de momentos políticos de impugnación de las creencias y tradiciones establecidas en un orden social propio de la historia latinoamericana. En el momento en que entra en crisis lo establecido, los consensos se debilitan, las relaciones de poder se vuelven porosas y la reivindicación política toma fuerza desde la acción con intención transformadora desde una consciencia crítica colectiva que irrumpe.

Podemos reflexionar el momento de crisis como proceso de catarsis que ha permitido a América Latina pensar y repensar la revolución, y con ello redefinir las identidades de los sujetos que desde la praxis niegan la violencia de la desigualdad, la opresión y la represión del orden establecido. Pero las crisis también denotan una acumulación de fuerzas contenidas en la subjetividad de los actores, de los que construyen vínculos sociales día a día desde otros principios, desde lo cotidiano que transforma el imaginario social, desde la misma acción de pensarse distinto, que ejercen un poder que cuestiona el orden establecido, una forma de autonomía como praxis transformadora que agrieta lo instituido.

2. La revolución latinoamericana a la vuelta de siglo, reflexiones desde el presente

Dentro de la reflexión sobre la crisis en los momentos revolucionarios que acompañaron al siglo xx podemos identificar un impulso hacia la libertad y la búsqueda de otras formas de organizar lo político. Sin embargo, esta fuerza motriz también puede llevar a la reestructuración del modelo económico, a la reconfiguración de las fuerzas políticas o a un nuevo modelo de dominación. Para América Latina, la forma de insertarse en la economía mundial representó la adopción de relaciones de dominación coloniales que integran formas de trabajo y de vida al desarrollo de un patrón de poder sostenido por un tipo de sociedad. En las revoluciones del siglo xx no se consiguió desarticular las relaciones sociales que sostienen la sociedad liberal capitalista; por el contrario, las formas que revisamos en el apartado anterior dan cuenta de una continuidad de las ideas modernas y modernizantes que la revolución enarboló. En este sentido, en la vuelta de siglo, la revolución latinoamericana se ha abocado a la crisis de este tipo de sociedad que, en términos civilizatorios (ambientales, económicos, financieros, políticos, etcétera), se ha intensificado y se manifiesta en la etapa que se nombra como neoliberal pero que no ha significado una ruptura radical con la sociedad capitalista.

La crisis actual no es efímera, sino que durante las más de dos décadas siguientes a la implementación del neoliberalismo en América Latina llevaron a cabo diversas políticas con el fin de alcanzar los objetivos planteados por los diversos países desarrollados y los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (fmi) y el Banco Mundial (bm). Sin embargo, en los países latinoamericanos, dichas políticas y acuerdos de libre comercio no han estado ni cerca de lograr los objetivos planteados; al contrario, lo único que ha traído el neoliberalismo a la región es un aumento exponencial de la desigualdad del ingreso, bajas tasas de crecimiento y un decremento del nivel de vida de nuestras sociedades, por lo que se muestra más que evidente que el modelo neoliberal se encuentra en declive, es obsoleto y causa de la crisis estructural en la que se encuentra la región desde finales del siglo xx y principios del xxi.

Lo anterior muestra el fracaso que ha significado el modelo económico-social neoliberal, dejando en algunos casos en peores condiciones a los países, ya habiendo transcurrido más de treinta años desde su implementación. En este sentido, las revoluciones latinoamericanas del siglo xxi marcan un punto de inflexión en la forma de pensar la revolución. En un momento neoliberal marcado por la crisis, podemos observar a los gobiernos emanados de procesos políticos de masas como diversos momentos de rebelión y de movimientos sociales antisistémicos o poscapitalistas, siendo estas dos vertientes las que engloban los dos grandes rasgos de formas de manifestación de la revolución en América Latina.

a.            El boom de los gobiernos progresistas y su vinculación con la revolución

Entre los movimientos que se hicieron gobierno en respuesta a la crisis enunciada podemos nombrar a los llamados gobiernos progresistas como los más significativos, en el sentido de que incorporan la idea de revolución a sus plataformas políticas. Los tres gobiernos más icónicos son los de Venezuela con la figura política de Hugo Chávez, la revolución bolivariana y su llamado Socialismo del Siglo xxi; Bolivia, el buen vivir y la llegada a la presidencia de Evo Morales, un presidente de origen indígena, y, por último, Ecuador, con la revolución ciudadana y la figura de Rafael Correa, quien hasta 2014 logró la recuperación del crecimiento económico registrando tasas por encima del 5 por ciento (Banco Mundial, 2021).

Esta vía emanó del agotamiento del ciclo de guerrillas del siglo pasado, pero también de un proceso de incorporación de formas de democracia representativa a los sistemas políticos latinoamericanos que ampliaron la posibilidad de recuperar al partido político como medio o, en el caso boliviano, como instrumento político para alcanzar el gobierno. Así, los gobiernos autodenominados progresistas tienen en común que fueron gobiernos emanados de procesos políticos que irrumpieron en el momento de inflexión neoliberal como contrapropuestas de institucionalidad política y constitucional, y que incorporaron demandas sociales (la cuestión social de la revolución) de los grupos más afectados por el neoliberalismo, esto es, abrieron momentos constitutivos en el Estado.[11]

La apertura de estos momentos se da con la idea de revolución, que va nutriendo el proceso político desde las historias de lucha de cada país, recuperando figuras importantes del pensamiento indígena, afrocaribeño y revolucionario, como Guamán Poma de Ayala (1526-1613), Gaspar Yanga (1545-), José Gabriel Túpac Amaru (1742-1781) y Túpac Katari (1750-1781); en Venezuela José Leonardo Chirino (?-1796), Juana Ramírez “la Avanzadora” (1790-1856), Pedro Camejo “el Negro Primero” (1790-1821), Guaicaipuro (-1568) entre otros, refrescando la memoria de los pueblos y produciendo una identidad nacional que recupera en las rebeliones de estos personajes sus referentes de lucha.

Sin embargo, más allá de retomar a estas figuras como símbolos del propio proceso y configurar un discurso político incluyente a partir de éstos, los gobiernos progresistas también incorporan el antimperialismo estadounidense al discurso político, generando una narrativa de la coyuntura política fuertemente determinada por el dominio norteamericano. Así tenemos dos elementos que caracterizan la narrativa de la revolución de los gobiernos progresistas: el nacionalismo fundado en las rebeliones de los vencidos del siglo xviii y el antimperialismo estadounidense recuperado del pensamiento de Mariátegui y Mella de la vertiente comunista.

A primera vista podemos observar que ciertos vestigios de la idea de revolución emanada en el siglo xx latinoamericano siguen presentes en procesos políticos como los de los gobiernos llamados progresistas. La cuestión antimperialista y la idea del sujeto revolucionario como uno que pasa por el partido, aunque no sea necesariamente el proletariado, siguen presentes y enuncian la persistencia de tendencias modernas del siglo xx en lo que significa la revolución. Veamos un caso específico para ilustrar el punto.

Retomaremos el caso de Venezuela como representativo. El momento neoliberal en Venezuela está marcado por las condiciones sociohistóricas formadas a partir de la rebelión del 27 de febrero de 1989, conocida como “El Caracazo”, la cual abrió un proceso de reflexión popular para generar espacios políticos de participación que tradicionalmente estaban reservados para las clases sociales más influyentes y ricas del país. Después, con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia, se inicia el llamado proceso bolivariano,[12] que comprende los mandatos presidenciales de Chávez (1999-2001, 2001-2007, 2007-2013) y momentos importantes en este periodo de tiempo: el primero está marcado por la recuperación de la vía electoral como estrategia política y la llegada de un militar al gobierno por esta vía; el segundo es a partir de 2005 cuando Chávez declara en el Foro Social Mundial de Porto Alegre que es el Socialismo del Siglo xxi[13] el rumbo a seguir y declara a la revolución bolivariana como protagonista de esa transición, y un tercer momento que inicia con la muerte de Chávez en 2013, pasa por la elección del 6 de diciembre de 2015 donde se pierde la mayoría de los diputados en la Asamblea Nacional y continúa hasta 2017 con las protestas masivas al interior del país en contra del gobierno de Nicolás Maduro, en donde el referente de la revolución comienza a desquebrajarse en el desencanto político y a hundirse en la crisis económica.

La experiencia venezolana nos hace reflexionar que, al pensar en torno a la revolución en el siglo xxi, es importante no perder de vista aquellas interpretaciones que se han apropiado la narrativa del acontecimiento de la revolución elaborando una versión oficial o “verdadera” que genera su propia ortodoxia. En este sentido, tal como señala Juan José Bautista (Hinkelammert, 2018): “el contenido de la ortodoxia normalmente es una ‘inversión’ del sentido con el que el proceso revolucionario fue creado” (p. 7) y apunta que este fenómeno se ha complejizado más a fines del siglo xx y principios del xxi. Atribuye que todo proceso revolucionario que se funde en el proyecto de la modernidad entraría en un impasse que casi inevitablemente devendría en una forma de dominación contraria al objetivo y sentido por el cual el proceso revolucionario fue impulsado. Venezuela y su revolución bolivariana entraron en este impasse si lo analizamos solamente desde el proceso bolivariano centrado en la figura de Chávez y la narrativa que construyó desde el Estado.

Si esto es así, podemos decir que la revolución bolivariana no se desprende de su matriz moderna, es más, la lleva más allá involucrando a más sectores de la sociedad que habían permanecido relegados a través de los siglos. Empero, esto es si miramos solamente la revolución bolivariana desde la valoración de sus mecanismos de redistribución social de la renta petrolera por medio de las misiones o de las figuras de participación política e inclusión sociocultural. La problemática de esto es que no estaríamos mirando las contradicciones internas que desde la organización popular emergieron en este periodo, expresadas a su vez en diferentes disputas por la apropiación de la naturaleza y su capitalización en el marco del extractivismo o la centralización del poder político en el partido frente a la diversidad de formas de lucha en los territorios urbanos y rurales que se apropiaron, durante esta revolución, de la idea de construir una forma diferente al Estado liberal: la construcción de La Comuna como la materialización de un gobierno popular o de autogobierno.

He aquí una dimensión diferente de la revolución en experiencias como la venezolana con respecto a lo acontecido en el siglo xx. El componente comunal que desplaza a la revolución en sí, del campo de la política a lo político, coloca lo novedoso en la forma de llenar de sentido al proceso revolucionario en la vuelta de siglo en América Latina. Como bien menciona Echeverría (1998), el trasladar la revolución de la política a lo político implica que los sujetos recuperen la capacidad de decisión:

sobre los asuntos de la vida en sociedad, de fundar y alterar la legalidad que rige la convivencia humana, de tener a la socialidad humana como una sustancia a la que se le puede dar forma. Lo político, la dimensión característica de la vida humana se actualiza de manera privilegiada cuando ésta debe reafirmarse en su propia esencia, allí donde entra en una situación límite: en los momentos extraordinarios o de fundación y refundación por los que atraviesa la sociedad; en las épocas de guerra, cuando la comunidad está en peligro, o de revolución, cuando la comunidad se reencuentra a sí misma. (pp. 77-78)

En cuanto si esto hace que la revolución deje su carácter moderno capitalista al lograr el traslado de la política plagada de las instituciones a lo político en la fundación de la socialidad, es factible si en el seno de este momento catártico fundacional se apunta a sobreponer la dimensión del valor de uso sobre la del valor de cambio, es decir, a priorizar la vida de la humanidad sobre la dinámica de acumulación de capital. He aquí el elemento fundamental que haría su distinción de la versión moderna capitalista de revolución y apostaría por abrir el panorama para afrontar el siglo xxi y su momento de crisis civilizatoria que hemos descrito anteriormente. A esto se puede sumar la dimensión ecológica a la que hacen referencia diversos gobiernos progresistas, como el boliviano o el ecuatoriano que  incorporaron a la naturaleza en sus procesos constitutivos, haciendo vigente la revolución en su carácter moderno adaptado a circunstancias actuales.[14]

Sin embargo, los llamados gobiernos progresistas, como bien apunta Hinkelammert (2018), se han dirigido mucho más a institucionalizar la revolución y a traicionar el impulso político que yacía en la base del movimiento social desde la ortodoxia legitimadora del nuevo poder. Es decir, podemos poner, aunque no del todo debido a la dimensión comunal, que estos gobiernos representan de cierta manera la continuidad de la idea moderna capitalista de revolución que se erigió en América Latina en el siglo xx al enarbolar la visión de futuro moderna y poner como campo único de batalla la dimensión del partido y de la política institucional. Si bien los gobiernos progresistas son representantes de la revolución en América Latina en el siglo xxi, representan viejos procesos anclados en el socialismo real de la Unión Soviética y han abandonado la dimensión social que les dio vida y los convirtió en potencia,[15] en contra de la crisis capitalista de principios de siglo.

b.            La otra cara de la moneda, el componente del movimiento social en la revolución

En el otro lado de la moneda, pero de manera dialéctica, es decir, como parte de un mismo proceso, tenemos los movimientos sociales que no se institucionalizan y permanecen en el ámbito de lo político como dimensión que da forma al contenido social que buscan transformar. Éstos tienen un momento distinto de revolución que va generando una nueva razón discursiva. Así, la revolución socialista, plataforma de la que Fidel Castro se sujetó para conducir la revolución cubana en el siglo xx y que es de carácter moderna, ya no es la misma a la que Hugo Chávez se sujetó para dirigir la revolución bolivariana en Venezuela, o a la que el zapatismo en México y el movimiento sin tierra en Brasil –sólo por mencionar algunos– se están sujetando.

En el siglo xxi se abrió un momento en el que, más allá de transformaciones nacionalistas o de un ciclo corto de gobiernos autollamados progresistas, se habla de la posibilidad de dejar atrás viejos y totalizantes referentes propios de la modernidad, como el liberalismo, el marxismo ortodoxo o el socialismo.[16] Los movimientos de transformación social que se dan actualmente están ocurriendo en contextos históricos distintos donde se impugnan elementos de la lógica dominante moderna capitalista. Éstos cuestionan los proyectos de transformación revolucionaria que se identificaban con el socialismo y se mantenían en la lógica del progreso y de la linealidad del desarrollo. Esto es un elemento importante de ruptura con el pensamiento moderno desde la heterogeneidad de las luchas y los procesos de cambio.

Retomando a Arturo Escobar (2010), refiriendo el momento que se vivía en la primera década del siglo xxi: “the current conjuncture can be said to be defined by two processes: the crisis of the neo-liberal model of the past three decades; and the crisis of the project of bringing about modernity in the continent since the Conquest” (p. 3); es necesario avanzar en la identificación de los elementos que dibujan la apertura epistémico-política que se ha generado en las últimas décadas no sólo como consecuencia del giro a la izquierda en Latinoamérica, sino desde la emergencia de una tradición pluriversa de usos y formas particulares de entender lo político y de posicionar su propia visión y proyectos de vida como posibilidad de desprendimiento de los anteriores referentes modernos que los catalogaban como subalternos, subdesarrollados, no civilizados, etcétera.

Para algunos autores como Edgardo Lander citando a Raúl Zibechi (2010), la realidad político social de América Latina no se limita a un solo escenario sino a varios:

De acuerdo a Raúl Zibechi, en América Latina actualmente “la realidad político-social no está configurada por un solo escenario sino por tres”: la lucha por la superación de la dominación estadounidense, por la superación del capitalismo y por la superación del desarrollo. (Zibechi, 2010)

Y añade:

…tendría sentido agregar a estos un cuarto ámbito. Esta sería referente a los proyectos nacional-populares, que le dan prioridad a la industrialización, democratización, inclusión y redistribución, lo que podría caracterizarse como las tareas pendientes del imaginario de la construcción de Estados nacionales democráticos. (Lander, 2011, p. 125)

A este análisis podríamos agregar los recientes movimientos de mujeres que desde Abya Yala y toda Latinoamérica luchan por superar el patriarcado como elemento fundamental de la modernidad y del capitalismo. En este sentido, las formas de impugnación de los movimientos sociales que tienen un alcance anticapitalista, antimoderno y que, principalmente, construyen otra forma de pensar lo social, de hacer economía, etcétera, serían los que trascienden la reivindicación política y pasan a su materialidad desde el ejercicio legítimo del poder “social”. También, en su hacer transforman y gestionan territorios desde su propia epistemología, una forma distintiva de trascender la modernidad y por ende de distinción de los movimientos característicos del siglo xx.

Otro elemento a incorporar en este escenario de las luchas políticas en América Latina tiene que ver con la lucha por la vida. Retomando a Juan José Bautista (2015) respecto a los problemas que trae el pensamiento moderno, cabe resaltar:

el problema ya no es solamente cognitivo, teórico o científico (los cuales son una mediación) sino de la existencia misma, o sea, de la vida, porque lo que está en juego en última instancia no es un tipo o forma de vida cultural o civilizatoria que hayan producido o no la modernidad u otro horizonte cultural, sino la vida en general tanto del ser humano como de la naturaleza. (p. 73)

El reconocer nuestra historia, negada y encubierta nos lleva a tomar una responsabilidad que desde los pueblos de Abya Yala emerge, y es la defensa y el cuidado de la vida de todos en la Tierra. Estas luchas son muy importantes, pues provienen de las prácticas y saberes de los pueblos originarios y son retomadas por movimientos socioambientales que cuestionan los modelos de desarrollo y la mercantilización de la naturaleza. Estos conflictos no han sido ajenos a los gobiernos progresistas, que si bien otorgaron derechos a la naturaleza en sus constituciones políticas, no escapan a las disputas por el territorio; por ejemplo, los “31 conflictos de distribución ecológica o socioambientales en el periodo de la revolución bolivariana” (Gabbert y Martínez, 2018, p. 24) a los que se refiere Martínez Alier.

La idea de la revolución como parte del pensamiento político de los sujetos, que ha emergido y ha sido configurada históricamente, aparece en tiempos que se abren en el imaginario social, que no son totalizadores sino pluriversos. Estos tiempos surgen de la memoria colectiva y abren momentos constitutivos en el Estado, pero tienden a conformar bloques que agrupan otros conglomerados o subjetividades políticas diversas desde consensos o conflictos correspondientes a formas diferentes de organizar lo político y que pueden ser identificadas como revolucionarias. Sin embargo, estas formas también se bifurcan y se conforman en resistencias de la ortodoxia que invierte el sentido revolucionario. La enseñanza que nos dejan las revoluciones, que han acontecido en los primeros años del siglo xxi, da cuenta de que no son un acontecimiento, sino un lento proceso de siglos en la historia, sin sujetos, pues son un cambio en las formas de vida social en donde irrumpe un momento violento, esperanzador, catártico, optimista por un futuro mejor.

3. Reflexiones finales

La idea de revolución en América Latina en el siglo xxi ha trastocado de manera importante los pilares modernos capitalistas sobre los cuales se construyó su praxis en el siglo xx. Aunque existen elementos que permanecen en las diversas formas de manifestación de la revolución, podemos enunciar en el ejercicio de repensarse de la región ante un momento de crisis como la neoliberal o de la llamada crisis civilizatoria, que América Latina, a través de la recuperación de la memoria colectiva, de sus movimientos y gobiernos de izquierda, ha logrado llenar de contenido nuevo a la revolución.

Un primer aspecto a destacar es el claro reconocimiento de la naturaleza como elemento a considerar dentro de la revolución, es decir, un proceso productivista como el que emprendió la Unión Soviética en el siglo xx no se hace factible en nuestro tiempo. Esto hace que el carácter moderno de constante ascendencia, es decir, la idea de que “más es mejor” desaparece de la ecuación, cuestionando la capacidad productiva de la humanidad y reconociendo a la naturaleza como parte del proceso de reproducción social. Sin embargo, ésta es una condición necesaria pero no suficiente, ya que quedarse en esta dimensión apunta a sólo hacer del productivismo capitalista una versión verde y moderada de la explotación.

Por otro lado, si bien los movimientos y los estados progresistas latinoamericanos han trasladado su praxis, aunque sea de manera parcial, de la política hacia el ámbito de lo político, estos han tomado diversas formas de afrontar la revolución. El reconocimiento del poder fundacional de la sociedad en su dimensión de lo político es un aspecto importante que distingue a la revolución del siglo xxi de la del xx en su carácter moderno. Sin embargo, estructuras que se han cimentado en el uso del partido y el Estado como elementos para lograr la transformación social no se logran emancipar del todo de la modernidad capitalista si se refieren a esto como la única vía para lograrlo. He aquí que el segundo aspecto, el reconocimiento de lo político como acto constitutivo de la socialidad, sea otro elemento que suma a la nueva idea de revolución en América Latina y que, si se le abandona por seguir viejas prácticas, esto termine en una ortodoxización de la revolución.

En un tercer lugar podríamos poner que la revolución en América Latina en el siglo xxi culminó un proceso que se había empezado a principios del siglo xx con pensadores como Mariátegui. El reconocimiento de sectores catalogados como subalternos enriquecen la idea del sujeto revolucionario o, mejor dicho, la revolución sin sujeto, abriendo el proceso de uno unidiverso, centrado en el proletariado, a otro multidiverso que incorpora distintas epistemologías y también formas de relación del ser humano con la naturaleza. De esto han sido más representativos los movimientos sociales, desde los feminismos, los movimientos lgbt y los movimientos indigenistas comunitarios.

Por último, cabe decir que la idea de revolución en América Latina para este siglo xxi hace urgente su carácter anticapitalista. Ante la crisis civilizatoria que nos aqueja, movimientos que enarbolen los principios de la modernidad capitalista o que pugnen por la vía reformista, como los populismos del siglo pasado, tenderán a no estar a la altura de las circunstancias que demanda nuestro tiempo. Los elementos enunciados que diferencian a la revolución en América Latina en la vuelta de siglo de la noción del siglo xx no pueden verse de manera aislada y a nuestro parecer, cada uno de manera aislada son condición necesaria pero no suficiente para el verdadero cambio social latinoamericano. 

Fuentes

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Referencias

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[3] La historia contemporánea, configurada en torno al destino de la modernización capitalista, parece encontrarse ante el dilema propio de una “situación límite”: o persiste en la dirección marcada por esta modernización y deja de ser un modo (aunque sea contradictorio) de afirmación de la vida, para convertirse en la simple aceptación selectiva de la muerte, o la abandona y, al dejar sin su soporte tradicional a la civilización alcanzada, lleva en cambio a la vida social en dirección a la barbarie. (Echeverría, 1995, p. 139)

 

[4] Arendt (1998) refiere a la idea de América como un símbolo que influenció en el Viejo Mundo y que, por otra parte, “planteó el problema más urgente y a la vez de más difícil solución política para todas las revoluciones, la cuestión social, en su expresión más terrorífica de la pobreza de las masas” (p. 25) que existía en Europa, pues para ella, lo que alimentó el espíritu revolucionario en ese continente, mucho antes de la declaración de independencia, no fue la revolución americana como tal, sino las condiciones de prosperidad y abundancia existentes en América que daban cuenta de la miseria en Europa y de las condiciones de desigualdad que se tenían.

 

[5] Aquí también se puede hablar de muchas revoluciones dependiendo de la facción revolucionaria a la que nos refiramos para hablar del proceso bélico mexicano de principios del siglo xx. Se puede entender la “Revolución mexicana” desde el movimiento obrero, desde Zapata, desde Carranza, y otros. Sin embargo, se tomó al movimiento iniciador como referencia por ser el más representativo y porque para fines del escrito no se necesita ahondar más allá de ciertas nociones que dieron contenido a la idea de revolución en América Latina a principios del siglo xx.

 

[6] Rosa Luxemburgo en su obra Reforma o revolución en su debate con Edward Bernstein.

 

[7] El texto más importante como referencia al actuar político de la revolución en Marx se puede decir que fue el Manifiesto del Partido Comunista escrito en 1848 durante el proceso de las revoluciones denominadas “Primavera de los pueblos”.

 

[8] La revolución guatemalteca implicó una especie de híbrido debido a que no empezó siendo comunista y los procesos de políticas sociales se asemejan mucho más a los populismos, aunque la constante referencia a los textos marxistas y al comunismo soviético hacen pensar que Jacobo Árbenz era un hombre que congeniaba con las ideas comunistas, pero no de manera explícita.

 

[9] El debate puede verse en la publicación de Rosa Luxemburgo titulada Reforma o revolución de 1899 donde se expone el debate con Edward Bernstein.

 

[10] En la década de los cuarenta la izquierda boliviana estaba conformada por tres grupos: el Partido Obrero Revolucionario (por) de ideología trotskista, el Movimiento Nacionalista Revolucionario, con clase media como base, aunque con ideología cercana al fascismo, y el Partido de Izquierda Revolucionaria (pir) de posicionamiento prosoviético (González, 2007, p. 40).

 

[11] René Zavaleta Mercado refiere el momento constitutivo como un momento de autodeterminación “Pero el acto de la autodeterminación como momento constitutivo lleva en su seno al menos dos tareas. Hay en efecto, una fundación del poder, que es la irresistibilidad convertida en pavor incorporado; hay, por otro lado, la fundación de la libertad, es decir, la implantación de la autodeterminación como una costumbre cotidiana. Es aquí donde la masa enseña el aspecto crítico de su propia grandeza” (Zavaleta, 2009, p. 142).

 

[12] Término usado desde el chavismo para no usar la palabra revolución.

 

[13] En este momento se fueron redefiniendo y creando algunos conceptos que se plasmaron en el marco normativo del Estado venezolano, así, por ejemplo: el socialismo se definió según el artículo 4 de la Ley Orgánica de las Comunas (LOC) (2010, p.10) como: “un modo de relaciones sociales de producción centrado en la convivencia solidaria y la satisfacción de necesidades materiales e intangibles de toda la sociedad, que tiene como base fundamental la recuperación del valor del trabajo como productor de bienes y servicios para satisfacer las necesidades humanas”.

 

[14] El artículo 71 de la Constitución de Ecuador (2008, p. 35) señala que: “La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”.

 

[15] Dussel (2006) denomina potencia (potentia) “al poder que tiene la comunidad como una facultad o capacidad que le es inherente a un pueblo en tanto última instancia de la soberanía, de la autoridad, de la gobernabilidad, de lo político” (p. 27).

 

[16] Esta etapa que algunos teóricos llaman posmodernidad, como la caída de los grandes metarrelatos que sostuvieron la modernidad del siglo xx. (Lyotard, Jean-François. La condición posmoderna. Argentina: Cátedra.)

Erick Mancha Martínez y Nydia Lourdes Reyes Rodríguez

Erick Mancha Martínez. Profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana Puebla, es licenciado en economía por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, maestro en economía por la Universidad Nacional Autónoma de México y actual doctorante en historia por El Colegio de México.

Nydia Lourdes Reyes Rodríguez. Profesora del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana Puebla, es licenciada en ciencias políticas y administración pública por la Universidad Iberoamericana Puebla, estudió la maestría en Desarrollo Económico y Cooperación Internacional y el doctorado en Economía Política del Desarrollo en el Centro de Estudios del Desarrollo Económico y Social de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

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