MUJERES TSELTALES: CUIDADO DE LA VIDA Y ENGRANDECIMIENTO DEL CORAZÓN EN LA SELVA NORTE DE CHIAPAS

Mauricio Arellano Nucamendi[1]

Resumen: A partir de la reflexión y el análisis de la relación que las mujeres han establecido con la tierra y que proponen ahora que sus territorios son amenazados por fuerzas neoextractivas, estudiamos la potencialidad de la lucha desplegada por las mujeres tseltales en la zona Selva Norte de Chiapas, cuya singularidad es su movimiento contra el despojo de las riquezas a sus pueblos campesinos indígenas y la privatización de la tierra, vistas como una lucha por erradicar toda forma de violencia hacia las mujeres para un buen vivir, con respeto, en comunidad.

El artículo es resultado de la colaboración de distintas colectividades comprometidas con la lucha por una vida comunitaria libre de violencias, situadas en distintos campos de acción política: academia, organización social y colectivos de mujeres campesinas tseltales. Esta articulación implicó la construcción de vínculos afectivos para la investigación y la acción política, que se caracterizaron por la intención política de entablar un diálogo intersubjetivo, intercultural e intergenérico, que en tanto proceso dialógico, abierto y contingente, estuvo permanentemente atravesado por tensiones, conflictos y contradicciones.

Concluimos que la riqueza afectiva generada por las mujeres en la construcción de espacios y en acciones para el engrandecimiento del corazón, es una fuerza histórica y culturalmente situada de la que germina una perspectiva del cambio social con un sentido de justicia social, ambiental y de género que adquiere una importancia epistémica y política, en la que se inscribe el potencial de poner límites a la acumulación del capital.

Palabras clave: Medicación patriarcal, engrandecimiento del corazón, buen vivir con respeto, cuidado de la vida.

Introducción

Este artículo es resultado de la investigación doctoral (2017-2021) Mujeres campesinas tseltales y luchas por la sostenibilidad de la vida en la Selva Norte de Chiapas, México, realizada en el posgrado Desarrollo Rural de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco (UAM-X); y de mi colaboración en el proyecto Territorios para la vida: Las mujeres indígenas de Chiapas y el manejo sustentable de sus recursos naturales, financiado por el Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías (CONAHCYT) (2018-2020). Lo anterior abarcó la articulación de tres colectividades situadas en distintos campos de acción teórica y política en la lucha por los derechos de las mujeres indígenas en relación con la tierra y el territorio: un grupo académico del Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (CESMECA-UNICACH) con un posicionamiento feminista popular, el Centro de Derechos de la Mujer de Chiapas, A. C. (CDMCH), tres colectivos de mujeres campesinas tseltales del ejido San Sebastián Bachajón y uno del ejido Peña Limonar, en los respectivos municipios de Chilón y Ocosingo.

Abundamos sobre el giro epistémico y político que representó descentrar la perspectiva jurídico agraria en el análisis de la relación de las mujeres indígenas con la tierra; misma que si bien es importante para la defensa de sus derechos a la tenencia de la tierra, a la toma de decisiones y a la participación en cargos de representación ejidal o comunal, resulta insuficiente para comprender los proyectos políticos gestados en la defensa de la vida y del territorio, de ahí que, para su abordaje, retomamos una perspectiva feminista de la economía y la ecología política. Esto nos acercó a las concepciones, valores, principios y prácticas, así como a las propuestas en ciernes de las mujeres tseltales, de una ética y una política para el cuidado de la vida y del territorio, que abarca una vida comunitaria libre de violencias.

Planteamos que la violencia estructural dinamizada por la modernidad capitalista y su carácter colonial y patriarcal ha impuesto la escisión ontológica entre lo natural y lo cultural, la mente y el cuerpo, la razón y la emoción, el cercamiento de la tierra y la degradación de la posición social de las mujeres y de los pueblos indígenas. Frente a ello, el reclamo por una vida comunitaria libre de violencias, la defensa de la vida y el territorio, y la revaloración de la posición social de las mujeres se comprende como una lucha para limitar la expansión e intensificación del capital; y como una propuesta para regenerar la integralidad de los procesos sociales y naturales, que articula el cuidado de los bienes ambientales, la alimentación y la salud física, emocional y espiritual con el derecho a una vida arraigada a la madre tierra (ch’ul jme’tic), con respeto, en comunidad y por tanto, libre de violencias.

Tierra comunal, propiedad social y mediación patriarcal

La defensa de los derechos de las mujeres campesinas indígenas a la tierra y el territorio está permeada por una perspectiva jurídico-agraria que parte del postulado de que su exclusión de la propiedad de la tierra ha profundizado el dominio y la mediación de los hombres como propietarios y jefes de familia, de las autoridades comunitarias-ejidales y del Estado; mismas que han sido naturalizadas por ellas como parte de sus subordinaciones de género, profundizado su situación de pobreza o pobreza extrema e impedido su acceso al desarrollo y a una vida digna. Ante lo cual las mujeres campesinas indígenas también han abierto cauces a la expresión de su rebeldía ante la injusticia, la opresión política y la violencia de género (Olivera y Ortiz, 2008).

Esta situación, conceptualizada como complementariedad en desigualdad, tiene un carácter histórico que parte de la exacerbación de lo que a su vez se conceptualiza como patriarcado de baja intensidad y que, en el caso que nos ocupa, se relaciona con las estructuras y las instituciones impuestas al crearse la provincia de Chiapas durante la invasión española; mismo que se agravó con la política agraria del Estado nacional mexicano posrevolucionario y con las políticas neoliberales, no obstante el reconocimiento jurídico de las mujeres como sujetos de derechos agrarios.

En efecto, en el área maya se trasgredió la filosofía constituida en el predominio de una racionalidad donde la vida afectiva tenía primacía sobre la intelectual, arraigada en la interconexión del cuerpo humano (microcosmos) con el universo (macrocosmos), como apuntan López Austin (1986) y Laughlin (2002). Además, la dominación sobre el cuerpo político territorial organizado por un pensamiento dual, de principios de interdependencia y de diversidad complementaria, de una religiosidad vivenciada en el carácter sagrado de la conjunción montaña-valle que constituía al madre-padre a quien se venera y ofrenda, compuesto por una deidad femenina: la tierra o valle, y una deidad masculina: la montaña, que garantizaba una diversidad ecosistémica; así como de un gobierno ejercido en común, a través de un tipo de consejo de ancianos, cargo que era selectivo y no hereditario ya que al momento de la invasión española existían naciones sin Estado que hablaban su propia lengua (tojolabal, chuj, ch’ol, tsotsil, tseltal) y que no dependían de un centro rector (Lenkersdorf, 2010).

Con el arribo de la orden de Santo Domingo a Ciudad Real (hoy San Cristóbal de Las Casas) en 1545, la vida de los pueblos de la provincia de Chiapas tuvo profundos cambios producto del trabajo misionero cuya pastoral abarcó la integración de las poblaciones nativas al mundo colonial y la disputa del poder político y del control social, económico y, por tanto, territorial. En este contexto, a causa de la reducción a pueblos cristianos, tseltales y ch’oles “fueron desarraigados [de la selva] y asentados en zonas periféricas, perdiendo muchos elementos de su universo social y cultural” (Singer, 2000, p. 45). La religiosidad indígena y los consejos de ancianos como forma de gobierno fueron sistemáticamente desarticulados al imponerse la concepción cristiana del hombre dividido en un cuerpo perecedero y un alma inmortal.

Durante los siglos XVII y XVIII se expandieron las haciendas y estancias ganaderas en manos de particulares o religiosos a costa del despojo de la tierra comunal. La transformación de la provincia de Chiapas en una alcaldía mayor significó una mayor presencia del Estado, a través de la instauración de la figura del alcalde mayor y la república de indios como formas de autogobierno local de tipo municipal (alcalde, regidores y cabildo). Sin embargo, los indígenas rechazaban asumir los cargos de alcalde y regidor porque eran objeto de encarcelamientos, azotes y maltratos, al estar en medio de los conflictos y la rivalidad de los poderes eclesiásticos y civiles que se disputaban su obediencia. En cambio, el cabildo municipal se arraigó en los pueblos mayas con relativa autonomía ya que la mayoría escapaba de la vigilancia estatal y, de acuerdo con las circunstancias regionales, operó hasta inicios del siglo XIX en forma de consejo, con la participación de quienes se habían ganado el respeto del pueblo, en general personas mayores de edad conocidas como Principales, semejante a la forma prehispánica (Lenkersdorf, 2010).

El despojo de la tierra comunal se recrudeció con el orden jurídico, social y económico configurado por el proyecto liberal de nación a través de la Ley de Desamortización de Bienes Eclesiásticos de 1856, que dinamizó la expansión de la propiedad privada para favorecer la creación del latifundio agroexportador, a su vez sostenido por la explotación de la fuerza de trabajo campesino indígena. En la zona Selva Norte, de 1851 a 1885 se disparó el número de fincas, la presencia de finqueros alemanes, estadounidenses y más tarde mestizos y la producción de café y de caña de azúcar, asociada a la producción de aguardiente (Brobrow-Strain, 2015). Bachajón se vio afectado en al menos 8 mil hectáreas por la expansión de los ranchos y las fincas de mestizos que se hicieron del control político y económico de la región.

Ante ello, tseltales de Bachajón encontraron en la política de reparto agrario un camino para luchar por la restitución de su tierra comunal y legalizar su posesión, como ejido (DOF, 1935, 21 de agosto; DOF, 1964, 12 de junio; Breton, 1984). Sin embargo, aun cuando iniciaron dicho trámite hacia 1926, todavía en el Congreso Indígena de 1974 su delegación llamó a “que se legalice a la mayor brevedad posible nuestro ejido y que nos devuelvan el terreno despojado” (Esparza, 2013, p. 129). En la región, la intervención de la misión jesuita de Bachajón fue importante para el avance de ésta y otras demandas de dotación de tierras ejidales y, desde entonces, mantiene un papel preponderante en los procesos de comunalización en la región.

La creación del ejido transformó la organización social de lo comunitario. Por un lado, el sentido amplio de la tierra se simplificó a su carácter agrario y se afianzó la política agraria, fundamentada en la Ley Agraria, de la propiedad de la nación de los bienes y recursos existentes en el país; lo que significó la cooptación estatal de la exigencia de formas autonómicas de gobierno basadas en el control y la administración de la tierra y del territorio por las asambleas y autoridades comunitarias (Diego Quintana, 2022). Por otro, proporcionó la base física, institucional y social para la elaboración de nuevas territorialidades indígenas fuera de las fincas y con ello, el debilitamiento de los terratenientes como mediadores entre los campesinos y el Estado, no obstante, el surgimiento de otros (maestros bilingües, jefes políticos indígenas, comités agrarios y funcionarios federales) y de luchas de poder internas por la tierra o por el control de la autoridad ejidal (Brobrow-Strain, 2015).

En casos como el de Bachajón, la instauración de la propiedad social modificó la tenencia y el uso colectivo de la tierra (ríos, montañas, bosques y pastizales) que hasta los años setenta heredaban los hombres del linaje, quienes adquirían la obligación de recibirla y cultivarla de sus ancestros que las desmontaron y cultivaron como de usufructuarla con las mujeres al casarse, y, a su vez, de transmitirla a sus descendientes (Breton, 1984). Así, diez mujeres (0.8%) fueron empadronadas en la ampliación ejidal de San Sebastián Bachajón y dos en la dotación de Peña Limonar, de recién asentamiento en la selva Lacandona (1.28%) (DOF, 1969, 18 de abril; 1981, 26 de octubre).[2]

El reconocimiento de los hombres como sujetos de derechos por el Estado mexicano, a partir de la emisión de certificados de derechos agrarios, instituyó la mediación patriarcal (de los hombres y del Estado) en la unidad económica campesina, en la asamblea ejidal y en los órganos de representación, aun cuando o debido a que la tenencia, uso y usufructo de la tierra tenía un carácter patrimonial (herencia, única vía legal de transmisión). De esta manera, los hombres se asumieron como los patrones de la casa, es decir, como los dueños de la tierra, del trabajo y de las mujeres (EZLN, 2015, pp. 109-115); mientras ellas fueron confinadas al espacio doméstico y aquellas que contaban con una experiencia de lucha dejaron de participar en las asambleas comunitarias, en movilizaciones y en acciones colectivas para la defensa de la tierra (Toledo Tello, 2013).

Más tarde, la reforma salinista de 1992 demolió las bases jurídicas de la propiedad social y acentuó la primacía del régimen de propiedad liberal en ella, no obstante, con las salvaguardas del derecho nacional e internacional de los pueblos indígenas al territorio, que ampara a los sujetos agrarios, en particular de los bienes comunales, por su origen histórico y, a veces, el tamaño o la composición étnica de sus titulares (Pérez y Mackinlay, 2015). A pesar de la coerción para certificar sus tierras, en los ejidos de Chiapas hubo un importante rechazo a la imposición de la primacía del régimen neoliberal en la propiedad social. Es el caso de Chilón y Ocosingo donde más del 70% de la superficie municipal es social y es nula la instauración del dominio pleno.

La intensificación del proyecto neoliberal multiplicó y agravó los conflictos socioambientales en el territorio nacional (Semarnat, 2021). En la Selva Norte fue el caso del proyectado Centro Integralmente Planeado para el turismo Palenque-Cascadas de Agua Azul (CIPP-A); o, en la última década, de la súper carretera San Cristóbal-Palenque (SC-P), ampliamente rechazada en la región y motivo de una intensa movilización campesina indígena en defensa de la vida y del territorio.

Además del despojo neoextractivo, el CDMCH, fundado en 2004, documentó, en ocho años de trabajo, más de cien casos de despojo de tierra a mujeres campesinas indígenas en ejidos de Chiapas por familiares, autoridades y vecinos; debido al no reconocimiento social de ellas como sujetos de derechos agrarios, contenido en el argumento de que no necesitan la tierra porque no la trabajan o ya la obtendrán de sus esposos al casarse (Eboli Santiago, 2018). En varios casos se registró el intento de asesinato de los hijos a sus madres (viudas) ante la negativa de éstas de cederles los derechos, en muchos casos por el temor fundado de que ellos vendieran la parcela.

En este proceso histórico, enfatizamos la histórica oposición indígena, particularmente tseltal, a internalizar adentro del cuerpo, en el corazón, las categorías de dominación, los mecanismos de control y los valores de la cultura castellana; expresada en la memoria anímica, esencialmente política y, solo en apariencia, cultural del ch’ulel, como parte del universo mitológico que adquirió un carácter interétnico y utópico en las rebeliones indígenas (García de León, 1985; Pitarch Ramón, 1996).[3] Reconocemos que es frecuente que, en el contexto neoliberal, los hombres y las autoridades ejidales —también las empresas y el Estado— reclamen las tierras para sí, violentando los derechos de las mujeres, acentuando la complementariedad en desigualdad.

En estas circunstancias, la racionalidad de las mujeres tseltales, quienes confieren legitimidad a la tenencia y el trabajo familiar de la tierra y explican el hecho de que su nombre no aparezca en un papel (certificado de derechos agrarios o parcelarios) en los términos de la complementariedad en la dualidad, constituye una base para la construcción política de un sentido de justicia social, ambiental y de género, que, como veremos, articula el reclamo de ser tomadas en cuenta como mujeres, el respeto a la madre tierra y la regeneración de los procesos de reproducción social.

De ahí la importancia de sus acciones en defensa de la vida y del territorio, como las de un grupo de mujeres en Peña Limonar en contra de la certificación ejidal: “[…] Les dijimos [a la Asamblea, en el 2012] que nosotras teníamos derechos porque nuestros padres habían buscado las tierras. Les cuestionaba si mi papá hubiera querido entrar en el PROCEDE [en su modalidad de Programa de Regularización y Registro de Actos Jurídicos Agrarios, RRAJA]. Les dije que él había buscado las tierras para que pudiéramos alimentarnos con nuestros hijos y por qué, nosotros como hijos que nacimos después, íbamos a vender nuestras tierras. […]” (Susana, 53 años, Peña Limonar).

 Mujeres tseltales, titularidad de la tierra y deterioro biocultural

La población de la zona Selva Norte (CDI, 2015) se ocupa en el sector primario (71.6%), seguido del terciario (20.4%) y el secundario (7.9%). De acuerdo con Covaleda et al. (2014), son familias campesinas que tienen entre una y catorce hectáreas de tierra que trabajan de forma parcial y manual; se dedican al cultivo de milpa y café u otros productos en pequeña escala con ingresos para la subsistencia familiar, por cuya precariedad dependen del trabajo jornalero. En algunos casos tienen una o dos vacas. Disponen de leña para la provisión de energía.

Son menos las familias con superficies de 15 a 30 hectáreas que subsisten y ahorran del cultivo de la milpa y de café convencional u orgánico, la producción de miel y algunos de la palma africana o del hule. Pocas familias tienen más de 30 hectáreas y la rentabilidad económica en sus sistemas de producción (ganadería bovina, palma africana, hule, café y miel) es un factor importante en sus decisiones sobre el cambio de uso de suelo.

Es una zona que, hacia el poniente, es producto de la transición entre tierra fría y cálida, con pinos, caobas y platanares (Breton, 1984) y, hacia el oriente, es bosque tropical o selva alta perennifolia; abundan las cuevas históricamente consideradas cuxul (con vida, sagrada) por los pueblos tseltales, donde algunos grupos aún realizan rituales que invocan la sacralidad de la tierra, los cultivos, y los manantiales custodiados por te Ajawetic (guardianes) e imploran por la protección a la comunidad (Méndez-Pérez, 2014).

Hombres y mujeres señalan que la biodiversidad ha mermado de forma sustancial y que ahora las montañas les quedan lejos. Refieren que esto se debe a que “ya todo se ha parcelado” y se ha abierto a la agricultura, al crecimiento de la población, la extracción de árboles maderables y la conversión de los cafetales a potreros debido a la plaga de la roya y los bajos precios que dañan los cultivos y afectan la producción. La cultura alimentaria arraigada a la milpa también padece la degradación de los suelos, el alto precio de los insumos y la plaga de la gallina ciega.

Las mujeres consideran que las plantas alimenticias y medicinales, hierbas u hongos ya no crecen por el uso de agroquímicos que, refieren, se intensificó en la región hacia los años noventa, con el Programa de Apoyos Directos al Campo (Procampo); cuyo uso daña la salud humana y envenena a ch’ul jme’tic. Mientras recorríamos los cafetales en Coquilte’el, un compañero nos indicó no tomar agua del arroyo que atraviesa su cafetal ya que aun cuando se veía limpio y él no utiliza agroquímicos, sus colindantes sí; esta situación también fue advertida por las compañeras de los colectivos en distintos actos políticos realizados en el Centro Indígena de Capacitación Integral “Fray Bartolomé de Las Casas” A. C. - Universidad de la Tierra Chiapas (CIDECI-UNITIERRA Chiapas). En este contexto de deterioro ambiental documentamos una iniciativa familiar en Peña Limonar de reforestación con árboles como la caoba, el cedro, el nogal, el cacate’ y otras especies leñables o para renovar la sombra de los cafetales.

Ahora bien, las mujeres tseltales adultas con quienes trabajamos en San Sebastián Bachajón y Peña Limonar consideran que sí tienen tierra, aunque esté a nombre de su esposo, hijo, papá o hermano. En general señalaron, y en ocasiones cuestionaron, la costumbre de sus ancestras y ancestros por la que, como mujeres, no heredan tierra al considerarse que la obtendrán y usufructuarán al casarse; incluso, que es frecuente que la tierra se encuentre a nombre de su esposo, aunque ellas aporten con su trabajo a su compra: “se puede decir que mientras viven, las mujeres solo prestan la tierra de su esposo para sembrar” (Yolanda, 80 años, Corostic).

Aunque predomina el sentido androcéntrico y patrilineal en la herencia de la tierra de cultivo, observamos la posibilidad que se abre de que las jóvenes hereden un solar para vivir: “Nosotros no hemos platicado en dejarle tierras a nuestra hija, pero si no tuviera tierras mi yerno tendrían que juntarse primero mis hijos y decidir entre todos si les van a ceder una o dos hectáreas de tierras a su hermana” (Elvia, 54 años, Peña Limonar). Cuando las mujeres adultas refirieron que les gustaría tener tierra de cultivo, expresaron su deseo de resolver el hecho de que sus hijos alcanzaran muy poca y no podrán sostener a su familia (a donde suelen incluirse); también señalaron que su parcela está lejos o es insuficiente en tamaño o les provee una parte de lo que necesitan para subsistir, por ejemplo, si solo cuentan con cafetales y prestan o rentan tierra para sembrar maíz y frijol.

Este aspecto de la costumbre en la tenencia, uso y usufructo de la tierra se basa en un orden social con un sentido de justicia de género que, cuando se violenta, puede ser cuestionado por las mujeres para legitimar su derecho en términos de la inclusión diferenciada (Tzul Tzul, 2018) o, en su caso, afirmado por los hombres para acentuar las diferencias como desigualdad en la complementariedad (Espinosa Damián, 2009). En los ejidos tseltales, lo anterior se concreta en las tensiones, contradicciones y conflictos entre la costumbre y el talel (aquello que le viene dado desde antes del nacimiento), cuya potencialidad reflexiva, crítica y antagónica constituye una de las bases para analizar la situación de género como mujeres y la de su comunidad, que, refieren, aún no está completa ya que se les niega o arrebata la libertad de desplegar lo sagrado de la mujer, no hay ich’el ta muc’ (tomar la grandeza del otro/a, respeto).[4]

 

Las mujeres ejidatarias es porque somos viudas. Mi abuela tiene ocho hijas y dos hijos, a sus dos hijos ya les dio tierra, pero a las ocho hijas no porque cree que ya cuando se casen van a tener. Las mujeres no tenemos participación, no nos toman en cuenta. Hay minoría de mujeres por lo que cuando se toma decisión nos mayoritean, son 200 contra 50, además, no todas participan por el machismo. En el 2006, los hombres eran mayoría, ahora hay más presencia gracias a 10 años de trabajo para que a las mujeres se nos quite el miedo. (Asamblea del Movimiento en Defensa de la Tierra y el Territorio y por el Derecho de las Mujeres a Decidir, CIDECI-UNITIERRA Chiapas)

 

La titulación liberal de la tierra es un eje clave para comprender la colonialidad del poder y el sistema moderno colonial de género, al imponer el binarismo de género, reducir la posición social de las mujeres y su capacidad de gobernar su pueblo y recluirlas al espacio doméstico (Lugones, 2010; 2014). De manera que el miedo, la vergüenza, el maltrato y la injusticia de la violencia patriarcal colonial del capitalismo moderno genera un estado del corazón constantemente referido como xiwel o’tanil (miedo, no poder expresar lo que en verdad nace del corazón), por el cual su ch’ulel (sentimientos, emociones, espíritu) está intranquilo.

Las mujeres tseltales nos explicaron que el talel es amordazado por el uts’inel, es decir, la violencia del divisionismo, la narco-para-militarización, la explotación y la dominación a los pueblos indígenas, por el machismo, el alcoholismo y la drogadicción, el abandono, el ser corridas de la casa, la violencia sexual y la injusticia de género; por la violencia asociada con los proyectos de inversión tales como el CIPP-A, la súper carretera SC–P, la certificación agraria y los programas sociales asociados al sistema de partidos, entre otras cuestiones que generan tensiones intracomunitarias y derivan en el nombramiento de autoridades ejidales en resistencia por parte de ejidatarios disidentes, cuando las oficiales se ligan a intereses externos.

En suma, la pérdida de diversidad biológica, la erosión del suelo, la alteración de la capacidad retentiva de agua y de los sistemas encargados de mantener la estabilidad ecológica, afectan la vida del bosque tropical y de las poblaciones campesinas e indígenas que subsisten a base de distintas estrategias de aprovechamiento de “las riquezas (sc’ulejal bahlumilal) que nos han heredado nuestras madres y padres (jme’ jtatic)”. En este sentido, los colectivos de mujeres refirieron que vienen perdiendo el regalo de sus ancestras(os), entre ellas, la sabiduría y el don para dialogar con te Ajawetic; lo que, a través de las(os) Principales kuxul ants winiquetic (quienes nacen con el don del diálogo ritual), les permitía a las comunidades tener una relación de cuidado y respeto con ch’ul jme’tic.

En este sentido, la mirada amplia de la tierra como territorio -y con ello de los bienes ambientales- desarrollada en nuestra investigación, nos permitió dar cuenta de la continuidad histórica a la vez marginal, del espesor mitológico indígena que confiere a la tierra un carácter sagrado y vivo. De esta manera podemos observar que la reflexión en torno al cuidado de ch’ul jme’tic y al sc’ulejal bahlumilal amplía el campo de acción política de las mujeres en su lucha por la defensa de la tierra-territorio, al posibilitar la reformulación de principios organizativos en múltiples planos desde concepciones, saberes, valores y prácticas holísticas, descentradas de la perspectiva jurídica y agraria que, como se ha referido, si bien es importante en la lucha de las mujeres campesinas indígenas, se encuentra regulada por leyes y normas de corte liberal que otorgan primacía a la propiedad privada, incorporadas en la titularidad del derecho a la parcela ejidal.

Con base en lo anterior señalamos que, ante la devastación neoliberal, para los colectivos de mujeres tseltales la dimensión afectiva basada en el ideal de una vida y una muerte abrazada a la madre tierra, expresada en acciones para el engrandecimiento del corazón, se constituye en un horizonte de deseo que se nutre y tensiona con el trabajo político organizativo de distintos grupos con matices divergentes e incluso antagónicos en torno a lo comunitario.

 

Cultura de derechos y buen vivir con respeto en comunidad

 

En la Selva Norte convergen distintas apuestas por la liberación indígena basadas en su derecho inalienable al territorio, la autonomía y la libre determinación, críticas de la integración por asimilación al Estado nacional y a la modernidad capitalista. En particular, nos referimos al trabajo de evangelización y de organización comunitaria de la Misión jesuita de Bachajón desde 1958, al trabajo organizativo prozapatista desde 1994 (desde los años 80 en las cañadas) y al realizado por el CDMCH en defensa de los derechos de las mujeres indígenas, desde 2004; sin obviar el proyecto político del Estado nación antes y durante el actual gobierno progresista de Andrés Manuel López Obrador.

Estos actores políticos han propiciado una cultura de derechos o clima cultural caracterizada por la convergencia divergente e incluso antagónica de los proyectos comunitaristas agrario, cristiano, autónomo o feminista. Esto ha constituido una intersección de los derechos humanos, de los pueblos indígenas y de las mujeres en las claves de los sistemas de justicia positivo, consuetudinario y autónomo, en una región donde ha fructificado la teología de la liberación.

A través de este tipo de articulaciones políticas, las mujeres tseltales construyen espacios (talleres, encuentros, asambleas, foros) que engrandecen su corazón y es a partir de la revitalización de su fuerza colectiva, que encuentran la posibilidad de denunciar la violencia ejercida hacia ellas, pronunciarse en contra de la violencia hacia su territorio y replantear el significado profundo del buen vivir en comunidad. Este proceso ha sido un semillero para la gestación de sus perspectivas del cambio social y para la construcción de estrategias y de acciones para la sostenibilidad de la vida campesina indígena.

 

También salgo en capacitaciones. En las primeras veces no quería hablar, sentía mucha vergüenza y pena, pero me doy cuenta de que conforme pasa el tiempo nos acostumbramos a hablar, a perder el miedo, nos abren el corazón. Cuando solo estamos en casa no aprendemos más cosas, no perdemos el miedo, por eso salir sí ayuda. Cuando salgo, trato de participar para no quedarme con las ganas de hablar, me siento motivada, me siento alegre al estar ahí. (Marcela, 22 años, San Sebastián Bachajón)

 

En estos espacios, las mujeres campesinas tseltales articulan sus reflexiones sobre la violencia estructural y directa con la afectación a la salud del cuerpo: tragar el dolor, el coraje y el enojo, no poder decir ni hacer nada, ni buscar ayuda, vivir con miedo, tristeza y llanto; el no ser tomadas en cuenta; “por las malas costumbres que violentan a las mujeres”; “porque las mujeres estamos en medio siempre de los problemas”; “cuando hay necesidad en los hijos somos las que nos preocupamos”; “somos las que estamos siempre enfrente de la familia”; “los dolores empiezan cuando hay mucho problema en la familia, tanto pensar en el pleito en la casa con el esposo, los padres también son malos”.

También en la violencia del silenciamiento: “el dolor no lo compartimos, sólo lo tragamos todo, sólo lloramos, no buscamos apoyo, pensamos que no podemos; […] las mujeres nos sentimos presionadas, no podemos levantar ni decir nada, como que vivimos con un patrón”; “sin poder hacer nada, buscar ayuda o poder compartir con alguien, hay mucho miedo”; “las mujeres callamos para prevenir problemas, falta valorar nuestros derechos como mujeres”; “hay mucha violencia en la casa, lloramos, nos enojamos y ahí empieza la enfermedad”; “cuando las mujeres no son consideradas para la herencia de la tierra”; “cuando entre hombres tienen problema sobre la tierra también nos pone triste”. La enfermedad no se reduce al cuerpo físico, abarca su integralidad como mente, corazón y espíritu, así como las problemáticas enfrentadas por la degradación biocultural al realizar su trabajo para garantizar la sostenibilidad cotidiana de la vida.

Ahora bien, aunque estos cuestionamientos se explican por la formación política, es posible observar un margen de reflexividad basado en el modo de ser tseltal (stalel) y en el plano personal de las mujeres, a su naturaleza conferida desde antes del nacimiento, de cómo vienen en su ser a relacionarse con el mundo, la tierra y el cosmos, de su libertad anhelada para relacionarse con las personas y lo comunitario. Misma que, al florecer, agrieta la subordinación, la exclusión y la explotación de la sociedad capitalista hacia las mujeres campesinas tseltales, sus pueblos indígenas y la madre tierra.

En este sentido, señalamos con Villalobos Nivon (2020) que, en sus alianzas con estos actores externos, las(os) tseltales ponen en marcha sus perspectivas y propuestas del cambio social y generan subjetividades políticas y procesos organizativos no exentos de asimetrías ni de poner límites. De ahí que la articulación tiende a erosionarse cuando dichos actores afirman un carácter positivista y liberal en su discurso y su práctica e impiden trascender el entendimiento de la tierra como propiedad y recurso, y ponen en riesgo el vínculo afectivo con la tierra-territorio, su carácter simbólico, ancestral y sagrado, así como la integralidad y multidimensionalidad de los procesos bioculturales que sostienen la vida campesina indígena.

 

Nuestros abuelos cuando sembraban le daban respeto a la tierra, le rezaban y le ofrendaban a la tierra. Ahora que empezó la palabra de Dios ya no se hace, no sé por qué, pero yo sé que la tierra fue hecha por Dios quien nos la entregó para cuidarla. Por eso tenemos que recordar que hemos salido de la tierra, la tierra es la que forma nuestro cuerpo, la tierra también tiene vida. No es realmente que le rezamos a la tierra sino a Dios que acepte nuestras palabras. […]. Ahora escuchamos que la tierra está viva, se queja, llora y siente el dolor. […]. Se decía que mis antiguos abuelos le agradecían a Dios antes de cortar un árbol, le pedían perdón por cortarla porque es el trabajo de Dios. (Miguel, 76 años, noviembre, 2018)

En la intersección de las distintas apuestas por lo común, el reclamo por una vida libre de violencias hacia las mujeres y hacia la madre tierra es asumido por las campesinas indígenas como una reivindicación y planteada en términos de un mandato de liberación en los ámbitos familiar, comunitario y nacional. Tal como observamos en los planteamientos y las actividades del CDMCH, del Movimiento en Defensa de la Vida y del Territorio y del Ejército Zapatista de Liberación Nacional; en las mantas, carteles y consignas que denuncian la violencia física, sexual y el feminicidio hacia mujeres indígenas, en particular de las tseltales de la Selva Norte, así como en los Encuentros, marchas o mega peregrinaciones.

Todo lo cual, sin embargo, se enturbia con la presencia del crimen organizado y la criminalización de quienes politizan la defensa de la vida digna y justa, en términos de lo propio y deseado. De ahí que este cuestionamiento profundo, posicionado por las mujeres tseltales cada vez más al interior de sus pueblos campesinos indígenas y en las organizaciones que hoy defienden el territorio y la vida, aún dista de ser un mandato:

 

[…] por eso estamos aquí como mujeres, porque también tenemos derecho. No solo los hombres comen de la tierra, nosotras también junto con nuestros hijos e hijas comemos, por eso estamos en pie de lucha para defender nuestros recursos naturales. Veo que aquí estamos como organizaciones, pero aún sigue siendo mayoría los hombres y pocas mujeres; como mujeres tenemos que seguir luchando, enfrentando todos los obstáculos que vivimos como mujeres en nuestros caminos y los que vienen por las grandes empresas.[5]

 

La ética del cuidado como propuesta para una vida comunitaria libre de violencias

 

La primacía del régimen neoliberal en la propiedad social ha generado al menos tres contradicciones: la acentuación del binarismo de género, la profundización de la mediación patriarcal y la reducción del sentido amplio y profundo de la tierra a un medio de producción. Frente a lo cual adquiere relevancia la integralidad de los procesos sociales y naturales planteados por las mujeres tseltales de la Selva Norte, así como la lucha que asumen contra todo tipo de violencias hacia las mujeres y hacia la madre tierra. Se trata de una ontología construida desde la resistencia a la enajenación del carácter vivo y sagrado de la Tierra y, por tanto, a partir de las relaciones intersubjetivas con sus guardianes y seres que la habitan, lo que plantea otras formas de conciencia para las personas.

A partir de lo anterior, en diversos momentos ellas plantearon que, a diferencia del sentido agrario que legitima la herencia patrilineal de la tierra, la riqueza biocultural (sc’ulejal bahlumilal) es un regalo de Dios (cristiano) y una herencia de sus ancestras(os). En este sentido, la reflexión en torno al cuidado de ch’ul jme’tic y a sc’ulejal bahlumilal amplió el campo de acción política de las mujeres en su lucha por la defensa de la tierra-territorio, al posibilitar la reformulación de principios organizativos de lucha en múltiples planos desde concepciones, saberes, valores y prácticas holísticas, descentradas de la perspectiva jurídica y agraria regulada por leyes y normas de corte liberal que otorgan primacía a la propiedad privada, incorporada en la titularidad del derecho a la parcela ejidal.

Por ello, en el contexto neoliberal, fue importante indagar cómo las mujeres tseltales se relacionan con la tierra en tanto propiedad social y con los bienes ambientales en tanto riqueza material y simbólica (re)producidas por la lucha y el trabajo campesino indígena. Esto implicó la incorporación de la perspectiva de la ética del cuidado desde el enfoque feminista de la economía y la ecología política al debate de la interrelación de la economía campesina y la capitalista, y al análisis de la complementariedad y la tensión entre la economía y la política desde los reclamos, las concepciones, los saberes y las prácticas enarboladas por las mujeres tseltales.

Para Fraser (2014), la mirada feminista de la economía plantea un giro epistémico que va de la centralidad de la producción como explotación (características económicas de primer plano) hacia la politización de los valores y aportes invisibilizados en al menos tres “condiciones no económicas de fondo” que posibilitan la acumulación, relacionadas a la reproducción social, la ecología de la Tierra y el poder político. Fraser también advierte la importancia de la crítica política y de las luchas sociales en la configuración específica del orden social capitalista, a las que denomina enfrentamientos por los límites o, desde otra perspectiva, como la lucha contra las separaciones ontológicas de la modernidad capitalista (Gutiérrez Aguilar, 2018).

Ello implica el entendimiento del capitalismo como un orden social institucionalizado basado en formas históricamente determinadas, acordes con un régimen de acumulación específico, de separar la economía de la organización política, la producción de la reproducción y la naturaleza humana de la no humana. Con ello, se comprende que la acumulación de la riqueza material y simbólica (re)producida por la economía campesina y la economía del cuidado se consuma al estructurar la complementariedad en desigualdad indígena y desestructurar la sostenibilidad de la vida campesina.

El sostenimiento de las condiciones o medios que posibilitan la vida de una forma más multidimensional y holística también ha sido abordado por la ecología política feminista, al colocar en el centro del análisis y la práctica política el cuidado de los procesos materiales que sostienen los ecosistemas, las relaciones de reciprocidad y reparación de la red de la vida humana y no humana, de nuestros cuerpos y de nuestro ambiente, de la tierra y otros seres. De ahí que comprendemos la lucha por la sostenibilidad de la vida como construcción de antagonismo social y ambiental contra el proceso de valorización del capital y su visión productivista de la Tierra, que subsume el complejo de relaciones materiales, simbólicas, políticas y afectivas, que es la base de la resistencia campesina e indígena, en diferentes escalas y múltiples dimensiones.

Esto se debe a que, en sus concepciones y práctica social, política y ecológica, los sujetos del capitalismo albergan principios normativos y ontológicos no económicos que tienen un peso y carácter propios (no mercantiles) y que les proporcionan recursos para cuestionar la normativa compleja del sistema, como una lucha anticapitalista (Fraser, 2014). En este sentido, al hablar del cuidado, en distintos momentos, las compañeras tseltales emplearon los términos scanantayel y c’uxubtayel: el primero alude a sostener, mirar, proteger y hacerse responsable de alguien, y a los aspectos subjetivos fundamentales para el cuidado (sabiduría, valores y principios); el segundo se comprende como reparar, regenerar, hacer que sane o se recupere aquello que ha sido dañado. Es aquí donde cobra importancia el ofrendar a la madre tierra en los lugares sagrados y el sueño como escuela de vida donde, a través de las(os) Principales, se aprende a convivir con la madre tierra.

Así se comprende que la madre tierra nos abraza y necesita del respeto (ich’el ta muc’) emanado del amor/bondad de nuestro corazón (c’uxul o’tanil/c’uxat ta co’tan, dolor del corazón), del deseo de buscar el bien común que implica cuidar (sc’uxubtayel), en su acepción de respeto, sanación y reciprocidad entre las personas y de éstas con la Tierra. Es bajo esta concepción del respeto y del cuidado a ch’ul jme’tic, así como de las acciones para el engrandecimiento del corazón, que las mujeres tseltales cuestionan las contradicciones de la vida personal, familiar y comunitaria dentro del ejido, también de la nacional; mismas que se observan en los planos material y simbólico del deterioro biocultural que plantean desafíos de carácter ecológico y tecnológico para el cuidado de la vida, también en el político y afectivo, referido al ser tomadas en cuenta en la construcción del acuerdo comunitario para una vida comunitaria libre de violencias hacia las mujeres, los pueblos indígenas y la madre tierra.

En términos del stalel, el reclamo por la nula o escasa participación de las mujeres se comprende como el hecho de que no se toma en cuenta su grandeza, de desplegar su libertad de ser, asociada ésta a las concepciones prácticas (sus dones, lo divino), de cómo relacionarse con las personas, la madre tierra y el cosmos. Si no hay sc’uxubtayel y no se toma en cuenta su grandeza como mujeres y su forma de ver y relacionarse con el mundo, no hay una vida armónica (no hay ich’el ta muc’) y eso afecta su cuerpo en tanto espíritu, emociones y la conciencia.

De esta manera las mujeres cuestionan la violencia estructural, de género y sexual, así como la violencia del silenciamiento (hostigamiento, chismes, amenazas, burlas, vergüenza), por la cual el sistema patriarcal, colonial y capitalista, a través del Estado, sus comunidades y sus familias, estructura y reproduce su acceso marginal o su exclusión de la titularidad en la tenencia de la tierra ejidal. A partir de esta mirada nosótrica (Lenkersdorf, 1996; Tapia González, 2018), se puede cuestionar a las autoridades ejidales, los hijos, los esposos, entre otros, por sus acciones opresivas y de despojo como (re)productoras de la subordinación, la exclusión y la explotación.

Es aquí donde señalamos que la riqueza afectiva y esperanzadora, generada en los movimientos populares y de las mujeres tseltales, en acciones para el engrandecimiento del corazón, “escapa”, de cierta manera al capital, aunque éste subsuma los cuidados como base de su reproducción. Esto abre posibilidades en la construcción de estrategias de cómo sería una vida con respeto ya que la tierra tiene que ser libre, también las mujeres. Por ejemplo, del cómo pasar de relaciones de violencia, desigualdad, opresión o subordinación, a otras de respeto, de cuidado como regeneración y sanación para el engrandecimiento del corazón, es decir, la dignificación de la madre tierra y de la persona.

 

La lucha integral y multidimensional para el cuidado de la vida

 

La defensa del territorio que los pueblos, organizaciones, movimientos y grupos campesinos e indígenas despliegan ante las amenazas concretas del modelo extractivo, les ha posibilitado entre otros, repensar la vida comunitaria, el cuidado ambiental y la igualdad de derechos entre hombres y mujeres; en particular por sus alianzas con organizaciones promotoras y defensoras de derechos humanos, de los pueblos originarios, de las mujeres y del cuidado ambiental.

Sin duda, el cambio cultural y político al tener la noción de derechos de las mujeres, junto a los derechos indígenas y ambientales, constituye una transformación crítica de los sentidos y las prácticas comunitarias en torno a la justicia social, ambiental y de género. Este cambio cultural, impulsado por diferentes actores locales y regionales entreverados con diversos movimientos sociales, está permeado por la complementariedad, las contradicciones y los antagonismos entre el derecho positivo, consuetudinario y autónomo, así como por las tensiones, los conflictos y la violencia que persisten y dan sentido a su reclamo y defensa.

A través de un intenso trabajo político, las mujeres tseltales de la Selva Norte germinan la semilla de una ontología y epistemología crítica en torno al buen vivir en comunidad con respeto hacia las mujeres y hacia la madre tierra. Desde su mirada no es suficiente hablar del buen vivir fincado en el respeto hacia la madre tierra y plantean que la vida comunitaria requiere del respeto hacia las mujeres con reivindicaciones sobre el cuidado como regeneración de la tierra y sanación del cuerpo, en el sentido integral de la sostenibilidad de la vida, que atraviesan los planos material, simbólico, político y afectivo, en los ámbitos personal, familiar y comunitario-nacional.

En sus apuestas, las mujeres organizadas en la defensa del territorio y de la vida reivindican concepciones, saberes y prácticas que tienden a articular la defensa y el cuidado ambiental, la salud, la alimentación y la equidad de género para una vida comunitaria libre de violencias; hacen frente al poder patriarcal y al control feminicida de su autonomía por la misoginia expresada en el machismo, el alcoholismo, la drogadicción y la violencia sexual, la negación de sus derechos y la invisibilización de sus aportes sociales, económicos y políticos por el Estado, la sociedad y los hombres; y el ataque permanente a las condiciones necesarias para vivir con dignidad.

Estas luchas organizadas pueden interpretarse como esfuerzos colectivos que ponen ciertos límites a la expansión e intensificación del capital y han abierto la posibilidad concreta de discutir sobre la sostenibilidad de la vida, a partir de la disputa al Estado y al mercado de su entendimiento como una base material que posibilita la autonomía política y simbólica de los pueblos, enunciada como una modernidad alternativa u otro mundo posible. En ella, la lucha por la sostenibilidad de las condiciones materiales, simbólicas, políticas y afectivas que posibilitan el buen vivir con respeto en comunidad se presenta como una lucha contra las separaciones de la modernidad colonial, patriarcal y capitalista.

Esta noción de buen vivir tiende a ir más allá del derecho de propiedad y de la equidad de género, hacia la relación de respeto con la madre tierra, no obstante, condicionada por el aún irreconciliable antagonismo entre las matrices cultural mesoamericana y occidental cristiana, referido por Bonfil Batalla (1990). Sin embargo, es la búsqueda de la congruencia y la lucha contra las contradicciones que les alejan del buen vivir, la que impulsa a las mujeres en los colectivos. Aspectos como la lucha por la soberanía alimentaria, la defensa y el cuidado de la madre tierra y de la riqueza biocultural, así como el engrandecimiento de la posición social de las mujeres, adquieren un sentido político al plantearse cómo recuperar el control y regenerar las condiciones que sostienen y reproducen la vida.

  En los planteamientos del poder político destaca la resistencia, la organización colectiva y el apoyo entre mujeres ante el miedo y “que sus palabras tengan fuerza”; el respeto entre mujeres y hombres; la construcción de autonomía como forma de gobierno, justo, que las tome en cuenta; el reconocimiento de las mujeres como sujetos de derechos agrarios y de sus aportes a la defensa y el cuidado de la tierra, el territorio y la vida; el respeto a los pueblos originarios (sin guerras, ni narco-para-militares, ni amenazas neo-extractivas) y a las mujeres; que se dé voz a las jóvenes y a las niñas.

En cuanto a la ecología de la Tierra, confirieron importancia a sentir desde el corazón; a la armonía (agradecer, pedir permiso, perdón) como una buena existencia, al cuidado de la vida y de la madre tierra; a la educación de las y los hijos para el respeto y valoración de la riqueza biocultural como herencia ancestral; al respeto de los manantiales, los lugares sagrados, a las(os) guardianes de la Tierra como a las(os) Principales; a llevar a cabo las fiestas, ceremonias y ofrendas a la madre tierra.

Sobre la reproducción social, expresaron su rechazo al uso de agroquímicos, asociados a la contaminación de los cuerpos de agua, la dependencia y la erosión del suelo y a la forma de producir la milpa y el frijolar; su preocupación ante la escasez de plantas silvestres alimenticias y medicinales, la tala de árboles por ampliar la frontera agrícola; la importancia del cultivo y el intercambio de sus propios alimentos; de la recuperación de la medicina tradicional; del trabajo común y de una vida sin necesidad de migrar, sin explotación laboral, sin patrón ni cacique.

Las campesinas indígenas enarbolan luchas de alcance global contra la privatización, el despojo de la tierra y el deterioro de los ecosistemas como medios de subsistencia, que abarca la riqueza biocultural reproducida en sus territorios. A través de la defensa de la vida y del territorio y el reclamo de ser tomadas en cuenta, se inscribe el potencial de poner límites a la acumulación del capital, al poner en el centro de la discusión de lo comunitario, algunos elementos centrales del sometimiento de la reproducción social campesina indígena al capitalismo hoy financiarizado; resistencia y rebeldía que posibilita el ejercicio de su autonomía personal y colectiva, como mujeres y pueblos, contra el cercamiento capitalista, colonial y patriarcal de la vida y el territorio.

 

Conclusiones

En la zona Selva Norte, el buen vivir es confrontado desde la realidad patriarcal que permea a la vida colectiva y la situación de género de las mujeres campesinas indígenas. Las mujeres tseltales de los colectivos reclaman que la vida comunitaria no es plena; cuestionan las contradicciones entre la concepción del cuidado y las prácticas que dañan a la sagrada Madre (incluidos los programas del gobierno) y plantean acciones para la sostenibilidad de la vida con base en un nosotras(os) comunidad, en el que se arraiga un profundo sentido del respeto, que se gesta desde la construcción de espacios y acciones para el engrandecimiento del corazón. En su planteamiento, las mujeres tseltales nos aportan elementos para recuperar el sentido relacional con la tierra, tan apremiante en tiempos de colapso civilizatorio.

Frente a la violencia estructural, comunitaria y directa, destacamos que en las reflexiones prácticas de las mujeres tseltales, las dimensiones física, emocional y espiritual del cuerpo en su integralidad, se vinculan con la tierra, el territorio y los ecosistemas, adquiriendo una importancia epistémica y política. Sin embargo, la relación de las mujeres con la tierra es ofuscada por la mediación patriarcal, colonial y capitalista. Ante lo cual se enarbola un sentido integral y multidimensional que plantea la articulación del cuidado de los bienes ambientales, la alimentación y la salud física, emocional y espiritual con el derecho a una vida arraigada a la madre tierra, con respeto, en comunidad y, por tanto, libre de violencias.

Sin embargo, estas luchas por el cuidado de la vida no son lineales y si bien hay grandes avances en la construcción de una cultura de derechos para las mujeres campesinas indígenas, observamos grandes dificultades para su ejercicio acrecentadas por las amenazas privatizadoras, cuya violencia se recrudece con la operación de grupos armados narco-para-militares. La violencia agravada en la región tensiona la construcción de un clima cultural de derechos y el proceso de construcción del sujeto político crítico de las desigualdades, en particular de las mujeres; lo que resulta contrario al engrandecimiento del corazón que suponen los procesos colectivos que politizan la integralidad de los procesos bioculturales y el reposicionamiento social de las mujeres bajo perspectivas comunitaristas.

Sin embargo, aun cuando la violencia estructural, comunitaria y directa se ejerce por nuevos-viejos actores, no se pierde sino que se refuerza, la vitalidad de la grieta posible de abrir por la riqueza afectiva generada en distintos ámbitos y escalas del proceso organizativo y político, a partir de acciones para el engrandecimiento del corazón, en tanto fuerza histórica y culturalmente situada de la que germina una perspectiva del cambio social y la posibilidad de estrategias y acciones para un buen vivir en comunidad.

Ante esta realidad resalta la importancia del enfoque feminista de la economía y la ecología política para descentrar nuestra mirada de la perspectiva jurídico-agraria de la tenencia, uso y usufructo de la tierra. Desde el campo académico, esto nos permitió renovar el diálogo con las mujeres tseltales hacia el análisis de los ámbitos no económicos que sostienen la vida. Las diferencias ontológicas y epistemológicas abarcan el reto de replantear nuestras articulaciones en la construcción de estrategias de acción política, intercultural e intergenérica por otros mundos posibles, distintos al actual sometimiento de los procesos de reproducción social, y con ello de las mujeres y sus pueblos, a los procesos de producción del capital.

Referencias

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[1] Doctor en Desarrollo Rural por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco; investigador del Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (CESMECA-UNICACH) e integrante del grupo de trabajo Economía Feminista Emancipatoria del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (GTEFE-CLACSO).

Contacto: mauricio.arellano.nucamendi@gmail.com.

ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0979-4567

[2] En este contexto también se creó el ejido San Jerónimo Bachajón; cuya fiesta hermanada con la de San Sebastián tenía un sentido cosmogónico, que marcaba el nacimiento del maíz nuevo y el cierre del ciclo agrícola (Breton, 1984).

[3] De acuerdo con Pitarch Ramón (1996), en la lengua tseltal los sentimientos y emociones se definen como estados del corazón. La persona es un manojo de seres y voluntades distintos: los lab, el ch’ulel y el ave del corazón; estas tres voluntades del corazón se distinguen a su vez de la conciencia de la cabeza. En el ch’ulel residen la memoria, los sentimientos y las emociones; su experiencia es la de los sueños y en él se origina el lenguaje; en su concepción como lo otro del cuerpo, alojado en el corazón, el ch’ulel refiere a la memoria tseltal forjada, a manera de una interminable ceremonia de curación (ch’abajel), en la pesada tarea de distinción y afirmación cultural de lo indígena respecto de lo castellano, por contraste (no existe sincretismo) entre el interior del cuerpo (el corazón) donde se halla el universo anímico culturalmente castellano y el mundo exterior del corazón (el cuerpo) culturalmente amerindio.

[4] La raíz de la palabra es tal, “venir”, y, aplicado a una persona, tiene sentido de lo que viene dado, su carácter, su forma de ser; talel puede comprenderse como el interior de su corazón, su naturaleza conferida desde antes del nacimiento y por consiguiente formada a priori, asociado al nahual y al don para establecer el diálogo ritual (Pitarch Ramón, 1996).

[5] Compañera de Sbelal Kuxlejalil A .C. ─Camino para el Buen Vivir, en lengua maya tseltal─, en el Segundo Encuentro en Defensa del Territorio y la Libre determinación, Ocosingo, Chiapas, 17 de enero de 2020.

Mauricio Arellano Nucamendi

Doctor en Desarrollo Rural por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco; investigador del Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (CESMECA-UNICACH) e integrante del grupo de trabajo Economía Feminista Emancipatoria del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (GTEFE-CLACSO).

https://orcid.org/0000-0003-0979-4567
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