¿Cómo leemos la crisis desde una mirada de la economía feminista corpo-geo-localizada en América Latina? La COVID-19, manifestación y recrudecimiento de la crisis que nos habita

Resumen: El objetivo de este artículo es debatir el sentido que se otorga a la noción de crisis –tan común para nombrar los efectos de la COVID-19–, para presentar una serie de demandas y estrategias que buscan liberar a las mujeres junto con otros cuerpos y territorios subalternizados. Para ello, revisaremos la genealogía y el contexto en el que aparecen y se posicionan los argumentos que buscan explicar la naturaleza y efectos de la crisis de la COVID-19 desde la perspectiva económica convencional. Posteriormente, cuestionaremos esta mirada hegemónica situándonos desde la propuesta que se teje a partir de una economía feminista corpo-geo-localizada en América Latina, que nos lleva a adoptar una concepción distinta sobre los orígenes, extensión y profundidad de la crisis que experimentamos, proponiendo otras formas de superarla. En el centro de las diferencias entre ambas lecturas de la crisis encontramos proyectos políticos distintos. El moderno que sostiene una serie de estructuras, construcción de subjetividades y formas de comprensión del mundo que se basan en la producción de separaciones, jerarquías y despojos que oprimen y explotan a mujeres, poblaciones y territorios subalternizados. Y el de la economía feminista que busca impulsar, sostener y expandir otras formas de relación y modos de comprensión del mundo que se traduzcan en bienestares encarnados en la diversidad de cuerpos y territorios. Después de posicionarnos en este debate, en las reflexiones finales plantearemos algunos elementos que nos interpelan desde nuestro quehacer en una universidad comprometida con la justicia social.

Introducción

El objetivo de este texto es cuestionar el sentido que se otorga a la noción de crisis –tan presente para nombrar los efectos de la COVID-19–, para exponer una serie de demandas y estrategias que fomentan las mujeres, junto con otros cuerpos subalternizados, para impulsar formas más justas de relación y de organización social. Consideramos que poner en duda lo que se entiende por crisis en el contexto actual no es una cuestión retórica, sino que permite visualizar la radicalidad del conflicto ético y político en que estamos inmersos. Por tanto, desplegaremos una reflexión teórica y epistémica, resultado de un proceso de investigación documental, que intenta desentrañar cómo los desafíos y transformaciones que ha colocado la COVID-19 en las poblaciones latinoamericanas afectan y se resuelven de manera diferenciada por distintas poblaciones en el marco de su inserción en estructuras y dinámicas capitalistas, colonialistas y patriarcales. A partir de estos desafíos y experiencias emergen formas diferenciadas de entender y anhelar la resolución de estas problemáticas.

Para explicitar este conflicto, bosquejaremos dos lecturas antagónicas sobre la crisis. La primera, afincada en la ortodoxia económica, es la más común y plantea que la pandemia altera el equilibrio de los mercados. La segunda afirma que esta enfermedad es resultado de la dinámica de los mercados, y viene a recrudecer los efectos de una ordenación del mundo que se sostiene con base en la violencia, la explotación y la injusticia. Para superar esta crisis, desde esta mirada, necesitamos replantear en profundidad nuestro horizonte práctico y de construcción de sentidos. Dadas las repercusiones políticas que derivan de ambas lecturas de la crisis, se vuelve necesario desmenuzar la lógica que sustenta cada perspectiva para discutir sus supuestos e implicaciones.

La primera interpretación sobre la crisis, la más extendida por medios de comunicación y actores con incidencia política, está anclada en la continuación de los procesos, estructuras y formas de comprensión modernos, actualizados en las dinámicas neoliberales que en las últimas décadas han aumentado exponencialmente el ritmo y la profundidad del despojo, explotación y el acaparamiento de las riquezas por las elites. Para iluminar la segunda lectura de la crisis adoptamos una mirada hilvanada en la confluencia de posiciones críticas que tienen como centro la búsqueda del bienestar de los cuerpos y los territorios concretos, particularmente los subalternos. Para diferenciar ambas lecturas, representaremos la concepción hegemónica con la palabra crisis tachada, tal como aparece aquí.

Para dar cuenta de los fundamentos epistémicos, éticos y políticos que sustentan ambas visiones revisaremos someramente, en la primera parte de este artículo, la genealogía y el contexto en el que aparecen y se posicionan las concepciones teóricas y prácticas que fundamentan una lectura de la crisis centrada en los mercados, afincadas en el mejoramiento de indicadores macroeconómicos. A esta mirada opondremos, en el segundo apartado, una relectura de la realidad tejida desde una economía feminista corpo-geo-localizada en América Latina. Al finalizar el debate plantearemos algunos aspectos que nos interpelan desde nuestro quehacer en una universidad comprometida con la justicia social.

Neoliberalismo, crisis y políticas de ajuste estructural

“La COVID-19 (coronavirus) hunde a la economía mundial en la peor recesión desde la Segunda Guerra Mundial”, afirmaba el encabezado del comunicado de prensa que publicó el Banco Mundial (bm)[2] cuando nos encontrábamos aún en la primera ola de contagios (Banco Mundial, 2020). El cuerpo de la nota mencionaba que la suspensión de actividades para enfrentar la propagación del virus provocaría una distorsión entre oferta y demanda, generando una contracción que frenaría el crecimiento económico de los países. La amenaza que advertía este organismo se refiere a una caída del producto percápita mundial, no experimentada desde 1870, que empujaría a millones de personas a la pobreza.

Acompañando las proyecciones sobre el comportamiento de diversos indicadores macroeconómicos, la nota del bm describe los efectos de esta situación con una lista de calificativos desalentadores. En suma, el virus de la COVID sería responsable de una “crisis”, entendida como una “conmoción económica sin precedentes”. Para contrarrestar sus efectos, advertía el organismo, “la comunidad mundial debe unirse para lograr una recuperación lo más sólida posible e impedir que más personas caigan en la pobreza y el desempleo”. ¿La vía de acción? Que los encargados de formular políticas adopten “medidas adicionales para apoyar la actividad” que incluyan “reformas que promuevan un crecimiento firme y sostenible tras la crisis” (Banco Mundial, 2020).

Nos hemos detenido en la redacción de este comunicado de prensa porque alude a una serie de nociones y argumentos que acaparan los relatos que escuchamos diariamente en los principales medios de comunicación, en voz de empresarios y de funcionarios gubernamentales para caracterizar los efectos del virus. Estos razonamientos se esgrimen para justificar las políticas que tendrían que adoptarse de manera inmediata para encarar los efectos provocados por esta enfermedad en la actividad económica. Narrativas que emplean un lenguaje técnico incrustado dentro de premisas teóricas avaladas en la academia y replicadas por expertos y oficinas especializadas. Saberes que se presentan como objetivos y científicos y que, por ello, gozan de autoridad para ser impulsados por organismos internacionales y acatados por los gobiernos.

Esta perspectiva se fundamenta en una concepción de la economía que tiene como centro el mercado. Interpretación que postula que la confluencia entre oferta y demanda tiende hacia el equilibrio y que las alteraciones inducidas –en este caso la suspensión de actividades económicas decretadas por los gobiernos para frenar el contagio– ponen en riesgo su funcionamiento, traduciéndose en pérdida de ganancias empresariales, que a su vez provocan la disminución del empleo, afectando con ello el bienestar general de la población.

La perspectiva teórica que sostiene este lenguaje y argumentación es el liberalismo, el cual postula que el mercado se regula a sí mismo. En este paradigma, los individuos –caracterizados por su racionalidad y motivados por la búsqueda de beneficio individual– concurren en el mercado para satisfacer sus necesidades y obtener ventajas mediante esta interacción. Para Adam Smith, precursor del liberalismo clásico, el fin de la economía es generar riqueza, entendida como “el producto anual de la tierra y el trabajo de una sociedad” (citado en Payne y Phillips, 2012, p. 25).

Esta definición de riqueza se fundamenta en la medición del producto interno bruto (pib), indicador macroeconómico que dividido por el número de habitantes de un país se denomina pib percápita, índice empleado por el bm para conjeturar la evolución de las condiciones económicas de amplios sectores de la población. Desde esta lógica, el crecimiento del pib genera beneficios para el conjunto de la población porque implica mayor producción, más fuentes de trabajo y mayor consumo, lo que se traduce en mayores ingresos. En caso contrario, sobreviene la crisis.

El comunicado del bm se ubica, sin embargo, en un contexto (social, teórico y discursivo) modelado por la actualización del paradigma y práctica liberal: el neoliberalismo que si bien comparte varios postulados con su predecesor también incorpora importantes transformaciones.

Desde fines de la década de 1970, el conjunto de postulados desarrollados cincuenta años antes por Hayek y Von Mises adquirieron auge con el impulso y difusión de Milton Friedman (premio nobel de economía en 1976), fundador de la llamada Escuela de Economía de Chicago. Este conjunto de ideas y principios, que tienen como objetivo la expansión del libre mercado –premisa adoptada por los gobiernos conservadores de Margaret Thatcher en el Reino Unido y por Ronald Reagan en Estados Unidos–, se introdujo en el credo de los organismos que dictan las políticas económicas alrededor del mundo, entre los que destacan el bm, el Fondo Monetario Internacional (fmi) y la Organización Mundial de Comercio (omc) (Chomsky, 2000).

En consonancia con la teoría económica liberal, el neoliberalismo defiende el derecho a la propiedad y la libertad absoluta en el campo económico: libertad de mercado, de comercio, de producción y de trabajo (Scheifler, 2012). Entre sus diferencias se ubica el freno que instalan algunos de los postulados del liberalismo político: el indeseable, pero necesario, papel del Estado para corregir algunas de sus vertientes más injustas (una preocupación para teóricos como John Stuart Mill) y su defensa de la democracia (siempre que sea representativa). En el liberalismo económico encontramos la práctica de la economía mixta, que en los países europeos y en Estados Unidos fue teorizada por Keynes y en los países latinoamericanos por Prébisch y los estructuralistas, la cual se concretó en ambas regiones en el periodo anterior a la guerra y en la posguerra, con la adopción del Estado de Bienestar y los programas de sustitución de importaciones, respectivamente. Estos procesos se caracterizaron por un Estado fuerte e interventor que dirigía la economía, la política y la sociedad a partir del gasto y que tenía como uno de sus objetivos garantizar una base de servicios y bienes sociales para la mayoría de sus ciudadanos.

En ese sentido, una de las diferencias más importantes que introdujo el neoliberalismo fue la continua erosión de lo público en favor de lo privado. Entendiendo el primero como un abanico de servicios, bienes e intereses que se resolvían por intermediación del Estado –impulsados por la presión de partidos y sindicatos– bajo un marco de provisión de derechos. “Arena”, “esfera” o “marco de protección” que fue desmontado mediante la creciente privatización de bienes y servicios y la desaparición de programas sociales. Estos procesos son el resultado de las políticas de “adelgazamiento del Estado” que buscan restringir el gasto gubernamental para “sanear” las finanzas públicas, generando una transferencia de bienes, recursos, servicios, espacios y decisiones de lo público a lo privado, bajo la premisa de que los mercados son más “eficientes”. En contraposición, se afirma que la expansión de servicios, bienes y toma de decisiones públicos son más ineficientes, costosos, burocráticos y tienden a la corrupción.

Esta transformación se refleja en la creciente tendencia a individualizar los costes derivados de la pérdida de derechos sociales, así como en las razones detrás de la pauperización de las condiciones de vida o en las prácticas que impulsan el emprendedurismo como vía para resolver el desempleo y los bajos salarios. Ideológicamente se concibe a la sociedad como un conjunto de individuos con las mismas oportunidades; por tanto, los resultados que obtienen resultan de la diferencia de capacidades, esfuerzo u otras virtudes. De esta manera, se desconoce la existencia de estructuras (Escalante, 2019) sociales, económicas y políticas que actúan sistemática, continua y articuladamente para favorecer a algunos a costa del sometimiento y explotación de las mayorías (Pérez, 2017).

La premisa central del neoliberalismo es dejar actuar al mercado sin trabas, minimizando la regulación estatal de las actividades económicas para no distorsionar el mercado y su eficiencia. Y si bien esta desregulación beneficia al capital privado, ello no representa un problema sino una virtud, pues la riqueza, tarde o temprano, se “filtrará” o “goteará” al resto de la población (Escalante, 2019, p. 129).[3] En esta lógica el empresariado cumple un rol fundamental como empleador e inversor, y por ello se le deben ofrecer las condiciones más ventajosas que le permitan “hacer negocio” y obtener beneficios que, posteriormente, se traducirán en reinversión, expandiendo la actividad productiva.

Debido a los dos rasgos señalados arriba –la erosión de lo público y la desregulación económica– se suele leer este sistema como un retiro o minimización del Estado. Sin embargo, distintos autores (Escalante, 2019; Álvarez, 2018; Harvey, 2007) distinguen que las tendencias crecientes hacia la privatización y la reducción de impuestos directos se acompañan de flujos continuos de recursos públicos dirigidos hacia inversiones privadas. Además, los Estados continúan teniendo un rol central como legisladores y responsables del mantenimiento del “orden” y la seguridad. Por lo que más que hablar de un achicamiento del Estado, entendemos que éste se ha transformado en un “Estado neoliberal” (Cárdenas, 2017).

Los Estados neoliberales se caracterizan por adoptar medidas legislativas, políticas y fiscales que promueven activamente la acumulación privada mientras asumen lenguajes y modos de operación que esquivan los conflictos que resultan de estas asignaciones. Algunas de las medidas que forman parte de los gobiernos neoliberales son la proliferación de tratados y acuerdos internacionales que ofrecen todas las ventajas al capital transnacional comprometiendo la soberanía de los Estados (Ghiotto, 2020). Los cambios legislativos tienden a la desregulación ambiental y a la protección de patentes, atentan contra los sindicatos y erosionan los derechos laborales, afectando los salarios y regímenes de pensiones, a la vez facilitan la movilidad de los flujos financieros (Álvarez, 2018). Esto se acompaña con medidas fiscales, como subsidios y exenciones a los beneficios empresariales, y la creciente mercantilización de los derechos: a la salud, a la educación y al agua, por ejemplo (Ordóñez, 2017). Sin olvidar acciones con gran repercusión económica, social y mediática como los rescates bancarios. Estas transformaciones se despliegan en un marco de reforzamiento de las acciones policiales, militares y de seguridad (Harvey, 2007) que dirigen la violencia estatal contra detractores, opositores, defensores sociales, migrantes y cualquier persona incómoda para los procesos de expansión capitalista (Escalante, 2019).

Bajo este paradigma, si bien la intervención del Estado en la economía se considera perjudicial porque distorsiona la propensión natural del mercado hacia el equilibrio, en la práctica constituye un pilar central para que elites empresariales y políticos corruptos aseguren enormes ganancias. Este rol lo ejecutan los Estados al amparo de una serie de procesos que transforman por completo su función y modo de operar. Wendy Brown (2016) identifica una serie de elementos que favorecen esta transición: la adopción de la llamada Nueva Gestión Pública que introduce el modelo de negocios, su racionalidad y lenguajes dentro del funcionamiento gubernamental; el incremento de la subcontratación y la adopción de una forma de gobernanza que impulsa la colaboración pública-privada y que, por medio de la adopción de enfoques técnicos, promueve soluciones prácticas que esconden y niegan los conflictos ético-políticos inherentes a la contraposición de proyectos, intereses y valores presentes en una sociedad cruzada por profundas desigualdades estructurales. Las razones detrás de este “vaciamiento de la política” refieren a la restricción presupuestal que, conjugada con la creciente descentralización, resta autonomía y capacidad de maniobra a los entes gubernamentales para generar acciones y propuestas que incidan en la raíz de los problemas sociales.

De fondo, afirma Brown, de manera sagaz, lo que encontramos detrás de esta tendencia es la adopción de un proyecto ético-político-social como el único posible y deseable: la continuación del capitalismo en su vertiente neoliberal. Hecha esta operación, lo que resta es “gestionar” los conflictos y recursos sin cuestionar la elección de proyecto que fundamenta estas acciones. En conjunto, estas transformaciones políticas tienen como consecuencia la adopción de un modelo procedimental de democracia que valora normativas y procesos, pero diluye la discusión pública e informada entre distintas posiciones y proyectos políticos. Es tal la gravedad de este problema que incluso se habla del “secuestro de la democracia” por parte de las elites para explicar la adopción de políticas públicas y reglas “a la medida de los más ricos” (Oxfam, 2016, p. 13).

Por otro lado, aun en los casos en que algún gobierno se oponga a esta dinámica, resulta que su margen de maniobra es cada vez más limitado. Esto es así, en parte, como resultado de las cláusulas contenidas en los tratados y acuerdos de libre comercio y de inversión que constriñen la soberanía de los Estados. De esta manera, cuando se han afectado intereses empresariales para garantizar derechos de la población (por ejemplo, el derecho al agua, a la salud y a la alimentación), se han debido enfrentar demandas que, siguiendo lo estipulado en los acuerdos, se dirimen en tribunales cooptados por los inversores (Rodríguez, 2017; Guamán, 2018).[4] Otro aspecto que incide es el papel de los organismos internacionales, arriba citados, que por medio de préstamos, deudas y ayudas condicionadas dictan medidas a los gobiernos, como es el caso de los “ajustes estructurales” impuestos por el fmi (Escalante, 2019; Federici, 2010). Pero también se socavan las decisiones estatales a partir del financiamiento y la expansión de doctrinas, centros de formación, consultorías y organismos no gubernamentales (ong) concordantes con este proyecto, que se conjugan con el manejo de la opinión pública, con la inyección de recursos a la oposición y que llegan al extremo de impulsar golpes de Estado, guerras internas o externas contra los gobiernos que optan por no alinearse (Escalante, 2019; Álvarez, 2018; Harvey, 2007). De esta manera, se configura un contexto que desde lo internacional y en diferentes escalas y ámbitos impulsa, impone y consolida el neoliberalismo.

¿Cómo se lee la crisis en este contexto y desde la mirada hegemónica? La crisis que refiere el boletín del bm tiene que ver con la posibilidad de que las condiciones que permiten la continuidad de este modelo se vean trastocadas. Afirmamos esto porque lo que se problematiza no son los efectos perversos del sistema actual, sino que –haciendo uso de indicadores macroeconómicos– se habla de “crecimiento” y de “riqueza” o “pobreza” sin discutir los saldos que cuatro décadas de proyecto neoliberal han tenido en los distintos países y regiones, que se agravarán en el actual escenario mundial. Cuando afirmamos que el neoliberalismo genera efectos perversos nos referimos, en el marco del paradigma convencional, a la menor tasa de crecimiento que la mayoría de las economías mundiales (el caso excepcional es China y otros países asiáticos cuyo modelo económico es híbrido) han experimentado a partir de 1980 en comparación con sus niveles previos. El boletín tampoco menciona las graves disparidades que este modelo exacerba, deteriorando las condiciones de vida de la mayoría de la población, ampliando y profundizando la pobreza. Tampoco se cuestiona cómo el deterioro de los sistemas de previsión social ha menoscabado ostensiblemente la capacidad de la ciudadanía para enfrentar este problema de salud.

Para sostener lo afirmado arriba, basta recordar que las altas tasas de crecimiento económico alrededor del mundo alcanzadas desde la posguerra hasta 1970 no han vuelto a repetirse. Por el contrario, afirma Harvey (2007),

el resultado global [del neoliberalismo] fue una difícil combinación de bajo crecimiento y de creciente desigualdad en la renta. Y en América Latina, azotada por la primera ola de neoliberalización forzada a principios de la década de 1980, el resultado fue prácticamente toda una ‘década pérdida’ de estancamiento económico y de turbulencia política. (p. 98)

En esta línea sostiene Escalante (2019) que lo que se ha presentado en términos macroeconómicos alrededor del mundo es el aumento de los precios, producto de la inflación, que puede dar la ilusión de mayor crecimiento del pib, pero no disminuye el desempleo. Todo lo contrario, el resultado es un decrecimiento continuo de los salarios reales (es decir, los salarios menos la inflación) y una creciente pérdida de derechos y conquistas laborales; así como el deterioro de los servicios públicos y gratuitos que pretendían garantizar derechos para la ciudadanía. Con relación a la desigualdad, Jaramillo (2018) afirma, interpretando la “grafica del elefante” elaborada por Branko Milanovic, que “el inmenso beneficio capturado por el top 1% mundial, cuya ganancia en el periodo [1988 a 2008] equivale a 25 mil dólares anuales, [es] 50 veces mayor al incremento promedio del ingreso global”. En consonancia, un informe de Oxfam señala que, “del año 2002 al 2015, la fortuna de los milmillonarios de América Latina y el Caribe se incrementó al ritmo de un 21% promedio anual, un crecimiento seis veces superior al del pib de la región completa –que fue de un 3.5% anual– y un 6% más alto que el crecimiento de la riqueza del resto del mundo” (Oxfam, 2016, p. 10). Esto significa que, aunque el crecimiento económico es menor, éste es exponencialmente acaparado por las elites mundiales. De tal suerte que este organismo calcula que, desde 2015, el 1% más rico del planeta posee más riqueza que el resto de los habitantes (Oxfam, s. f.).

Además, en el marco de las políticas neoliberales y en aras de captar mayor inversión extranjera, se han otorgado una serie de beneficios a los grandes capitalistas en forma de reducciones, deducciones y exenciones fiscales a las ganancias que, además de redundar en el incremento de la desigualdad –por falta de políticas redistributivas–, erosionan el presupuesto de los gobiernos, siendo el gasto social la partida más castigada (Oxfam, 2019). En el ámbito de la salud esta tendencia se traduce en reducción de recursos para el sistema público, afectando su equipamiento e infraestructura, generando la reducción y sobreexplotación del personal y provocando el desabasto de medicamentos. Todo ello genera un alza en los precios de los servicios que incrementa, a su vez, la desigualdad. Adoptando un marco de derechos humanos, identificamos que la salud depende de la realización de un conjunto de derechos: a la alimentación, al agua, a un medio ambiente sano, a los derechos laborales, a la vivienda, entre otros.[5] De tal manera que el neoliberalismo, al atentar simultáneamente contra la garantía y provisión de derechos, incrementa la vulnerabilidad social para enfrentar la COVID- 19.

Sin embargo, esta serie de problemáticas no fueron incorporadas en la lectura económica del bm, pues sus efectos no resultan de la COVID-19, sino que preexisten, aunque se ven multiplicados por los efectos del virus. Para la ortodoxia económica, los problemas arriba citados no forman parte del ámbito de la disciplina, que sólo tendría que preocuparse por generar crecimiento económico y no por aspectos como la distribución de dicha riqueza (para cuya proyección basta el pib percápita). De esta manera entendemos que la crisis, cuya amenaza advierte este organismo, es, esencialmente, el problema de cómo continuar “girando la rueda” (Ghiotto, 2020) de este sistema económico que beneficia exponencial y sistemáticamente a las elites.

Lo que más bien tenemos que colocar en la comprensión de esta crisis es el reconocimiento de que los desajustes económicos son consustanciales al capitalismo y que a partir de ellos se impulsa una reestructuración del sistema. Roberts (2016) distingue al menos tres grandes crisis: la larga depresión de finales del siglo xix, la gran depresión de mediados del siglo xx y la gran recesión del siglo xx, cada una de ellas surcada por múltiples desequilibrios que afectan diferenciadamente a los países y regiones (por ejemplo, la crisis de la deuda, los llamados “efecto tequila”, “efecto dragón”, “efecto samba”, etcétera.). En el caso que expone el boletín del bm hay que considerar como antecedente la crisis de 2008, que tuvo su origen en las prácticas desreguladas del sistema financiero y se saldó con rescates a entidades bancarias a cuenta del erario. Estas medidas, que generan la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas, no redundaron en el descrédito del modelo neoliberal, sino que economistas, expertos y organismos internacionales afirmaron que había que profundizar las medidas para lograr, ahora sí, los resultados propuestos. En contraposición, un análisis más fino (Ghiotto, 2020) revela que el actual pivote del sistema económico mundial son los mercados financieros que, además de su inestabilidad y tendencia al monopolio, refieren a un continuo endeudamiento como medio para sostener el consumo (y de este modo conseguir que se realice la producción en el mercado a pesar de los bajos salarios). Tarde o temprano esta tendencia generará un nuevo estallido mundial.

En todo caso, lo que estamos presenciando por parte de las altas esferas empresariales, funcionarios y organismos es la continuación de las lógicas y discursos neoliberales. Ahora bajo el pretexto de la amenaza que la COVID representa y la urgencia de implementar las mismas medidas que, de por sí, venían practicando para rescatar la economía. En este discurso el miedo funciona como una amenaza que insta a adoptar las recetas que los grandes actores económicos y políticos reclaman sin interponer ningún cuestionamiento, pues estos, afirman, son saberes de expertos.

Leer la crisis desde la economía feminista

Antes de entrar en materia, y hablar de economía,

no sobra recodar que el neoliberalismo no es sólo un programa económico,

sino una visión completa del mundo, una idea de la naturaleza humana,

del orden social, una idea de justicia. Y una idea también

de lo que es el conocimiento científico.

Escalante

La cita reproducida arriba es relevante para comprender la persistencia y el grado de aceptación del neoliberalismo hoy día, a pesar de sus deplorables resultados. Sin embargo, hace falta abrir el panorama para comprender que no es el único que integra una cosmovisión (que incluye una perspectiva de la economía, de la sociedad, de la política, de la justicia, de la humanidad, del conocimiento, entre otras), sino que todas las teorías y prácticas se fundamentan en una serie de supuestos, que suelen permanecer ocultos. Éstos forman parte de un paradigma, es decir, “un conjunto de teorías cuyo núcleo central se acepta sin cuestionar y que suministra la base y modelo para resolver problemas y avanzar en el conocimiento” (dle, s. f.). Todo conocimiento científico involucra un sistema de valores y creencias heredadas (Kuhn, 2011), de las que no somos plenamente conscientes y que, sin embargo, “son sostenidas por todo un sistema de instituciones que las imponen y las acompañan en su vigencia” (Foucault, 2019, p. 19); aunque suelen negarse para presentarse como saberes neutrales, libres de valoraciones personales. Cualidades que determinan que puedan ser impuestas como verdades que deben ser atendidas por su autoridad académica, que las posiciona por encima de otros saberes.

El poder del discurso científico va más allá, pues además de organizar y sustentar una serie de prácticas que reproducen una matriz de significado y legitiman una determinada forma de orden social, en la sociedad occidental ocupa un lugar privilegiado en la configuración de subjetividades. Es decir, dispone los cuerpos, orienta las conciencias y modela las formas en que las personas interpretamos y habitamos el mundo: cómo nos relacionamos con otres y con nosotres mismes (Foucault, 1984).[6] En ese sentido, el neoliberalismo, a pesar de la radicalidad de algunos de sus supuestos, es aceptado porque permanece dentro de las coordenadas del paradigma dominante, tal como lo hacen muchas de las críticas que se alzan contra él, como las que planteamos al final del apartado anterior. Por eso, para hacer una lectura más radical y profunda de la crisis necesitamos abrir este paradigma para posicionarnos desde otro lugar. La ubicación que consideramos privilegiada para problematizar la situación que experimentamos hoy día es la economía feminista.

Ésta, asumiendo el vínculo entre saberes y posicionamientos ético-políticos, ha buscado constituirse como un pensamiento crítico y subversivo que pretende construir “otra manera de entender el mundo” (Carrasco y Díaz, 2017, p. 9). Su objetivo es proponer, sustentar e impulsar formas de relación y de organización social que generen condiciones para que las personas en su totalidad y diversidad vivan vidas dignas, decentes y buenas, que se traduzcan en “bien-estares encarnados” (Pérez, 2017). De la variedad de posturas que integran y cruzan la economía feminista, aquí adoptaremos una perspectiva subversiva, corpo-geo situada en Mesoamérica (Pérez, 2017, pp. 54-55), que se nutre de los aportes teóricos de las posturas decoloniales, los feminismos comunitarios, las posiciones ecofeministas y el marxismo crítico, los cuales sustentan un materialismo que combate la abstracción, teniendo como punto de arranque las experiencias concretas y cotidianas de los cuerpos feminizados (Gago, 2019) y otros subalternizados.

En consonancia con este posicionamiento, adoptaremos la nomenclatura que propone Amaia Pérez (2017) para distinguirla de la lectura de la crisis (que aparece tachada) que se realiza desde lo que ella denomina la “teocracia mercantil” (p. 74), que impone como centrales las necesidades del proceso de valorización del capital para abordar otra forma de comprensión de este fenómeno. Concebimos, junto con esta economista española, que disputar qué llamamos crisis no es una cuestión retórica, sino un aspecto nodal para conceptualizar el problema que deseamos solucionar.

Antes de bosquejar nuestra comprensión de esta noción, enunciaremos algunos elementos que sustentan la posición que adoptaremos. Pues la economía feminista concibe otra forma de comprender la humanidad, la sociedad y la naturaleza que dinamita una serie de separaciones y jerarquías instaladas por el pensamiento moderno (sociedad/naturaleza; cuerpo/mente; público/privado, entre otras) para revelar lo que ha sido ocultado; reivindicando sujetos, haceres, valores y apuestas marginalizadas en la práctica y discurso hegemónicos. Posicionándonos en abierta rebeldía frente al “conjunto de estructuras que permiten que unas pocas vidas se impongan como las dignas de ser sostenidas entre todxs, como las únicas dignas de ser rescatadas en tiempos de crisis” (Pérez, 2017, p. 39).

Estos sujetos privilegiados por el actual orden mundial –que Amaia Pérez (2017) enuncia con las siglas bbvah, para referirse al sujeto blanco burgués, varón, adulto, heteronormado y heterosexual– fundamentan su racionalidad en una comprensión que reduce al ser humano a su imagen y semejanza. En oposición al homo economicus (el individuo solipista, egoísta, en competencia permanente, movido por el ánimo de lucro) la economía feminista se sustenta en el reconocimiento de la humanidad como corpórea, sexuada, situada en contextos concretos e históricos donde se tejen redes de relaciones que permiten resolver cotidianamente y en vínculo con otres nuestras necesidades materiales e inmateriales.

Desde esta posición nos asumimos como cuerpos vulnerables que requieren de cuidados, atenciones y afectos variados y continuos a lo largo del ciclo vital para existir, para estar saludables, para ser felices. Cuidados que se sostienen y resuelven mediante redes de interdependencia de las que somos parte, que se extienden al resto de seres vivos y no vivos con quienes compartimos el planeta y con quienes nos entrelazamos de múltiples maneras. Somos parte de un complejo intercambio de materias y energías que ocurre en distintos niveles y escalas (Linsalata, 2020), somos naturaleza con el resto de los seres.

Dado que ninguna persona y ninguna especie se basta a sí misma, las sociedades estamos llamadas a cuidar el entramado de vínculos y relaciones que requieren “del conjunto de actividades, trabajos y energías interconectadas en común para garantizar la reproducción simbólica, afectiva y material de la vida” (Gutiérrez y Navarro, 2019, p. 48). Frente a esta constatación distinguimos que el capitalismo, en sus vínculos e interconexiones con el heteropatriarcado moderno, el colonialismo, el racismo, el extractivismo y el antropocentrismo, ha desplegado una serie de dispositivos[7] encaminados a separar, jerarquizar y reorganizar cuerpos y territorios para explotarlos.

Consideramos la explotación en un sentido amplio, como sugiere María Mies (2019), para denunciar que “alguien gana algo robando a alguien o que vive a expensas de algún otro” (p. 93). Los sistemas de opresión modernos se sustentan y reproducen por medio de mecanismos cognitivos, subjetivos, científicos y legales que invisibilizan y atentan contra corporalidades, territorialidades, trabajos, espacios, esferas, formas de relación y modos de organización minusvalorados sistemáticamente, con el objetivo de extraer de elles energías, materias y creaciones que se capturan para acrecentar la acumulación privada.

Este despojo explica que sectores oprimidos como las mujeres, los pueblos originarios y sus territorialidades, las poblaciones afrodescendientes, personas y naturalezas marginadas y empobrecidas por el sistema socio-económico-político vigente, sean concebidas como realizadoras de servicios desprovistos de valor, forzadas a trabajar sin salario o con un ingreso marginal, o se asuma que pueden ser violentamente sacrificadas con tal de conseguir el “progreso”. En este sentido, sostenemos que estos sectores no han quedado marginados como resultado de algún sistema de creencias que demerite su género, color de piel, formas de organización y creencias, sino que la relación es inversa; es este sistema el que requiere, organiza y legitima su devaluación para operar sobre elles la explotación continua y exacerbada que atenta contra su salud, bienestar y existencia.[8]

Para evidenciar este nodo de relaciones que conjugan la dominación, la explotación y la violencia, de modos que han sido sistemáticamente negados y ocultados, la economía feminista pone en el centro la reproducción de la vida, afirmando su carácter ontológico, ético y político. La vida, argumentan nuestras autoras, no puede realizarse si no es a partir de una serie variada de tareas, actividades y trabajos que deben sostenerse de manera continua y organizada a lo largo del tiempo. Entre éstos se incluyen los trabajos orientados a proveer alimentación, afectos y cuidados a los integrantes de una familia y comunidad, incluyendo también las interacciones que hacen posible la vida toda en el planeta: los ciclos de carbono, la fotosíntesis, la salud de los suelos, entre muchas otras imbricadas complejamente entre sí (Yáñez y Vega, 2020). Este conjunto de acciones y redes de relaciones ha sido expulsado de la mirada tradicional, concibiéndose como procesos “naturales”, un mero trasfondo ahistórico que se supone resuelto y del que se puede echar mano, extraer, alterar y explotar sin mayor problema.

Y, sin embargo, lo que resulta cada vez más evidente es la necesidad de poner un alto a la depredación continua, sistemática y a gran escala de las materias y energías de la naturaleza, pues éstas inducen transformaciones que ponen en riesgo la continuidad de la vida humana y no humana. Recuperando el capitaloceno, acuñado por Jason Moore, las mujeres del sur global distinguen que la devastación ambiental que ellas padecen con mayor profundidad resulta de una serie de decisiones tomadas por corporaciones y Estados para sostener intereses militares y de lucro por parte de una elite. De ahí que se identifique y denuncie el cariz necrótico del capitalismo, destacando su capacidad de “transformar ambientes, degradar sistemas vivos y las capacidades de autorregulación y de complejización que ha[n] permitido la evolución creativa y diversa del planeta [así como] las condiciones que posibilitan la regeneración y reproducción de la vida a través de la violencia y la muerte impuesta” (Navarro y Linsalata, 2021, p. 88). Distinguiendo que tanto sus causas como sus efectos están desigualmente distribuidos, pues son las elites capitalistas quienes impulsan esta destrucción, mientras que las poblaciones que habitan las zonas sacrificadas son quienes la padecen. Particularmente, las mujeres denuncian sus efectos, pues sus cuerpos y los de sus hijes son afectados por la contaminación, la carencia de agua y alimentación; multiplicándoles los esfuerzos que realizan para sostener la vida de sus familias y comunidades. Situaciones a las que se suma la violencia de la que son objeto cuando intentan defender sus territorios (Bolados y Sánchez, 2016).

Tanto en zonas rurales como en ciudades, a las mujeres el rol de madre-esposas y la organización moderna de familia nos ha forzado a realizar tareas estereotipadas y a ocupar posiciones devaluadas dentro y fuera del hogar, así como en los espacios de toma de decisiones. Mediante este arreglo social, se nos asigna la realización de actividades esenciales para la reproducción de la vida que no son valoradas, ni remuneradas, pero de las que se beneficia el conjunto de varones y que son indispensables para mantener la reproducción capitalista (Pateman, 1995; Federici, 2010; Mies, 2019). En el entramado económico global, esta asignación nos coloca, particularmente a quienes habitamos territorios colonizados, las indígenas, afrodescendientes o de sectores empobrecidos, en una condición subordinada que nos obliga a realizar trabajos mal pagados, precarizados y estigmatizados que sostienen la producción industrial, crecientemente desplazada a los países periféricos; tanto como los trabajos de cuidados en el norte global. Estos procesos se nos imponen al amparo de una serie de creencias y valores, y de una estructura social que sistemáticamente niega nuestros aportes, deseos y necesidades,[9] socavando nuestra autonomía corporal, social, económica y política. Apropiándose de nuestros cuerpos, tiempos y energías, es decir, de nuestras vidas.

Alrededor del mundo las mujeres padecemos, hasta la extenuación, la realización de dobles y triples jornadas de trabajo. Mismas que se han visto acentuadas en tiempos pandémicos, cuando las exigencias del cuidado de niñes, ancianes y personas enfermas se desborda, en un contexto en el que las escuelas y los espacios donde se proveen servicios de cuidados han sido cerrados. En América Latina esto ha implicado que las madres asuman un 74% del apoyo para la educación a distancia de sus hijes, mientras que sólo el 5% de los padres lo ha hecho (pnud, 2021, p. 31). A ello se suman las labores domésticas y de alimentación, la expansión de jornadas laborales, que van de la mano con la disminución o ausencia de ingresos y que, además, se conjugan con el encarecimiento de los costos de la vida (ilo, 2020), lo que afecta particularmente a las mujeres en hogares monoparentales (Xantomila, 2021). Esta situación ha obligado a las mujeres a desplegar una amplia gama de estrategias que tienen como fin garantizar la subsistencia cotidiana (Expansión política, 2020). Entre ellas, se encuentran echar mano de redes de solidaridad con familiares y amistades, engrosar las deudas, acudir al autoempleo y al empleo informal, realizando actividades que van desde el intercambio y venta de productos o servicios hasta el ingreso a la prostitución (Salinas, 2021).

Un ejemplo concreto de esta estrategia lo ubicamos en la toma feminista de las estaciones del metro en Ciudad de México, que tiene como finalidad asegurar espacios que permitan realizar actividades económicas (trueque y venta de productos de elaboración propia y de reuso) a mujeres en un lugar seguro y de fácil acceso. Mediante la toma (ver fotografía 1) se transformó una territorialidad que les era hostil para realizar estas actividades en un espacio en donde, por medio de la desobe­diencia y la acción conjunta, se defienden de las amenazas. Antes de esta toma, las y los policías solían acosar a las vendedoras, amenazándolas con detenerlas o expulsarlas del sitio porque este tipo de acciones constituyen ambulantaje, una actividad prohibida en ese espacio. Mientras que, para ellas, hacer uso de ese espacio resultaba estratégico, pues es más seguro que estar fuera de ese lugar, a merced del robo o la extorsión. Además, les resulta conveniente porque es un sitio de paso en los traslados dentro de la ciudad, por lo que permaneciendo ahí pueden comerciar con otras mujeres, principalmente; mientras éstas realizan distintas actividades de cuidados y provisión para sus familias. Estas territorialidades favorables para que las mujeres puedan resolver sus necesidades de vida implican subvertir la ley, constituyendo territorialidades feministas que se gestan y defienden poniendo el cuerpo junto con las otras en una estrategia de autodefensa comunitaria. Encarnando la premisa feminista que afirma: si tocan a una, respondemos todas.

  

Fotografía 1. Acuerpamientos y territorialidades feministas para resolver la reproducción de la vida en la ciudad.

 Fotografía propia. Estación del metro Pino Suárez. Agosto de 2021.


 El ejemplo anterior también sirve para iluminar cómo, en el presente clima de inestabilidad, incertidumbre y precarización –que ya venía en ascenso, resultado de las políticas neoliberales–, las violencias contra mujeres, niñas y cuerpos feminizados se ha exacerbado. Las estadísticas muestran el incremento de la violencia machista en los hogares,[10] donde éste ha funcionado como mecanismo para garantizar la dominación de los varones y como válvula de escape para contener su frustración (Dalla Costa y James, 1977; Quiroga, 2020).

La violencia dirigida contra mujeres y otros grupos subalternizados incrementa en momentos de crisis,[11] cuando los hombres ven mermada su capacidad para asumir el rol de proveedores y para sostener un ideal de masculinidad, entendido como acceso al consumo y un afán de superioridad, en los momentos en que están perdiendo antiguos privilegios, seguridad y recursos a los que podían acceder. De ahí que para numerosas autoras resulte evidente la existencia de un vínculo entre neoliberalismo, precarización y la intensificación de las violencias, particularmente las que atentan contra las vidas de mujeres y niñas, cuyos cuerpos y servicios representaban el resquicio de poder al que los varones podían acceder como parte de su estatus patriarcal (Segato, 2016; Quiroga, 2020). Por medio del ejercicio de las violencias, los hombres buscan incursionar en el consumo participando en actividades delictivas, a la vez que establecen, reorganizan y disputan jerarquías que les permiten controlar cuerpos y territorios (Valencia, 2016; Gago, 2019).

Como puede irse deduciendo de las situaciones abordadas arriba, la economía feminista pone énfasis en la división sexual del trabajo para identificar qué tareas se asignan a varones, mujeres y a las disidencias sexogenéricas a lo largo de su ciclo de vida, distinguiendo su papel en la reproducción de la sociedad y el modo en el que dichas actividades son organizadas, valoradas y visibilizadas. Para entender esta organización, resulta esencial cuestionar y subvertir la división entre público y privado, distinguiendo la conflictividad que la atraviesa. En ese sentido, lo privado no representa únicamente lo empresarial como opuesto al Estado, sino que es un ámbito oscurecido en donde se coloca todo aquello que escapa del escrutinio público, no sólo porque ahí se realizan las ganancias, sino porque también es ahí donde ocurren la explotación y las violencias como medio de extracción de recursos y energías.

La crítica de la economía feminista busca subvertir no sólo al neoliberalismo, sino al capitalismo en sus distintas formas históricas, en su interconexión con el sistema de opresiones. Desde esta perspectiva, entendemos que sí estamos experimentando una crisis, pero esta dista años luz de la planteada y leída desde la mirada hegemónica. Desde nuestra perspectiva lo que está en crisis es la posibilidad misma de seguir sosteniendo la vida. La COVID-19 no es causante, sino manifestación y recrudecimiento de la crisis que nos habita.[12]

La crisis que enunciamos y buscamos resolver, desde la economía feminista, es multidimensional, profunda y pone en entredicho no sólo los discursos, saberes y prácticas hegemónicos, sino el conjunto del proyecto civilizatorio moderno. Atraviesa todas las estructuras y pone en cuestión las construcciones éticas, políticas y epistemológicas más básicas (Pérez, 2017, pp. 78-79). En abierta rebeldía al discurso hegemónico, esta noción de crisis nos moviliza y nos impulsa para demandar la recuperación y el control de lo que nuestros cuerpos producen para que nuestro trabajo deje de expropiarse en beneficio del empresariado y se destine a procurar nuestro propio bienestar. En palabras de Lorena Cabnal (2010), “recuperar el cuerpo para defenderlo del embate histórico estructural que atenta contra él, se vuelve una lucha cotidiana e indispensable” (p. 22). Esta lucha por nuestra autonomía se extiende, como sugieren las feministas comunitarias, hacia nuestros cuerpos y territorios para tomar el control sobre ellos, para decidir sobre nuestra sexualidad y capacidad reproductiva, tanto como para decidir en qué entorno y tipo de relaciones queremos vivir. En suma, el horizonte de aspiración es la producción de haceres, saberes, subjetividades, formas de relación y modos de organización que sirvan para sostener la vida humana y no humana, para vivir vidas mejores.

Frente a la lectura convencional de la crisis, los movimientos de mujeres activa, creativa y valientemente pugnan, articulan e impulsan formas alternas de organización económica, política y social. En este sentido, la visibilización de los aportes de las mujeres a la reproducción social se ha potenciado a raíz de los paros multitudinarios del 8 de marzo que en los últimos años hemos venido autoconvocando masivamente en distintos territorios, demostrando que si nosotras paramos se para el mundo.

Una mirada aguda a las dinámicas populares evidencia también cómo se vienen tejiendo numerosas iniciativas que sostienen comedores y centros de cuidados comunitarios (Gavazzo y Nejamkins, 2021) en las condiciones de mayor adversidad y carencia. Pese a las vicisitudes y riesgos, las mujeres no han dejado de congregarse para exigir la despenalización del aborto y demandar que los servicios de salud garanticen nuestros derechos sexuales y reproductivos. Así como para sostener el funcionamiento de los refugios para mujeres víctimas de violencia, prematuramente sacrificados por los recortes presupuestales.

En este contexto, las mujeres del sur global continúan encabezando y alimentando las luchas para la defensa de sus territorios, del agua y para asegurar la soberanía alimentaria (jass, s. f.), así como el resguardo de las formas comunitarias de autocuidado y de prácticas de sanación ancestral. Son ellas también quienes, a contrapelo de la violencia, no dejan de buscar justicia y reparación para los actos de violencia más crueles y despiadados que se ejercen sobre sus cuerpos y territorialidades: los desaparecidos, los asesinatos, la trata y los feminicidios. Tejiendo múltiples resistencias, articulando nuevos lenguajes, afianzando solidaridades. Desde el desborde y las desobediencias cotidianas (Galindo, 2015) las mujeres empujamos la transformación del mundo.

De estas prácticas emerge otra concepción de la política y lo político que no sólo atraviesa el lenguaje, las epistemologías y los afectos, sino que va tejiendo otras formas de relación social. Éstas se caracterizan por su compromiso con la reproducción cotidiana de la vida y por la intelección de horizontes de transformación en contra, por fuera y más allá del Estado. Como ejemplifica, nuevamente, el caso de la toma de las estaciones del metro por colectivas feministas, mujeres y vendedoras (ver fotografía 2), los horizontes de lucha feminista plantean la construcción de autonomías que llaman a recuperar el control de nuestros cuerpos, trabajos y territorialidades por medio de gestos cotidianos que tienen lugar en el aquí y en el ahora. Las políticas feministas subvierten las lecturas, formas de nombrar, usos y corporalidades que bordean los significados y las prácticas cotidianas para mostrar cómo éstas actúan mediante la instalación de separaciones, de la constitución de lo que se considera legal e ilegal y del uso de la fuerza pública en contra de la reproducción cotidiana de la vida y, en consecuencia, en contra de las mujeres y otros cuerpos subalternizados. Ante ello, estos sujetos políticos recurren a la potencia de sus cuerpos y disputan la construcción de sentido, proponiendo formas de acción que cuestionan lo que se considera válido, legal, estratégico y político.

Fotografía 2. Resistencias y desobediencias cotidianas como estrategias de lucha feminista.

Fotografía propia. Estación del metro Pino Suárez. Agosto de 2021.

Por fuera del monopolio estatalista y corporativista de la toma de decisiones, la política en femenino, como la conceptualiza Raquel Gutiérrez (2015), amplifica las capacidades sociales de intervención y deliberación, para participar en la decisión colectiva de los asuntos comunes, es decir, de aquellos que competen a todes, porque afectan a todes. Más que un modelo a modo de receta, ilumina la difusión y apropiación de deseos y anhelos compartidos que ofrecen posibilidades de esperanza. Estos otros modos de política, sociedad y economía no son un sueño, ni un porvenir, se encuentran presentes y actúan en los márgenes, oscurecidos por esquemas cognitivos que dificultan su intelección y menosprecian sus aportes, producidos por actores sociales largamente subordinados por las prácticas científicas, económicas, políticas y legalistas hegemónicas que, no obstante, la precariedad, el asedio y la contingencia, siguen tejiendo horizontes de esperanza.

Reflexiones finales

En este artículo hemos buscado comparar dos perspectivas sobre la crisis, evidenciando los fundamentos teóricos, epistémicos y políticos que subyacen a ambas comprensiones. La primera noción emerge desde una postura hegemónica o convencional, que se enmarca en el paradigma neoliberal y tiene como centro el sostenimiento del proceso de acumulación de las elites capitalistas. La segunda perspectiva se cultiva desde la mirada de la economía feminista y busca confrontar los supuestos que sostienen la comprensión actual de la ciencia y su vínculo con los poderes fácticos. Al adoptar este posicionamiento, se revela una constelación de concepciones, valores y prácticas que procuran una transformación radical de nuestra forma de vivir, partiendo del anhelo de producir un bienestar encarnado para las distintas poblaciones humanas y no humanas, especialmente para aquéllas sometidas por el régimen actual. Lo que hemos querido poner en el foco es la necesidad ya no sólo de cuestionar conceptos, sino el sustrato que orienta el mismo quehacer académico, que configura y a la vez se alimenta de nuestras subjetividades y deseos.

Desde esta postura, nos interrogamos sobre los contenidos, metodologías y objetivos de nuestro quehacer docente en una universidad inspirada en la experiencia de conversión de Ignacio de Loyola, es decir, desde la radicalidad del mensaje cristiano. En nuestra opinión, una reflexión comprometida con la transformación social y con la consecución de la justicia nos obliga a cuestionar los fundamentos de nuestro quehacer para colocarnos del lado de les desposeides y a optar por sostener la vida. Creemos que esta crisis no hace sino revelar la necesidad de ir más a fondo para construir por la esperanza.

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[2] Ésta es una de las dos instituciones creadas a partir de la conferencia monetaria y financiera sostenida por las Naciones Unidas en 1944 en Bretton Woods. Conformado por 189 países, este órgano expresa que tiene como finalidad “reducir la pobreza, aumentar la prosperidad compartida y promover el desarrollo sostenible” (Banco Mundial, s. f.) a partir de préstamos y otros apoyos económicos. Las decisiones del banco son controladas por los países más ricos. Entre sus principales labores se encuentran el impulso a la inversión y financiamiento privados a través de medidas económicas favorables al capital internacional.

 

[3] Para lo cual resulta útil adoptar el indicador de pib percápita que, si bien puede ayudar a ilustrar otros procesos, también esconde la apropiación desigual de la riqueza en su cálculo.

 

[4] El caso Aguas del Tunari vs. Bolivia ayuda a ilustrar esta situación. Como resultado de la movilización popular en contra de la privatización del agua en el distrito de Cochabamba se logró invalidar el contrato con este consorcio internacional, pues atentaba contra los derechos humanos de la población afectada. En respuesta, la empresa demandó al gobierno boliviano por 25 millones de dólares. Para más información sobre las movilizaciones sociales y el efecto de la privatización puede consultarse Peredo (2004); para comprender la colusión entre las prácticas empresariales, el arbitraje internacional y el Banco Mundial en este conflicto ver Solón (2002).

 

[5] El ejemplo es de Vázquez en su análisis sobre el principio de interdependencia en los derechos humanos (tepj, 2021).

 

[6] En consonancia con el paradigma que describimos, esta segunda parte del ensayo se desarrolla en un lenguaje que busca visibilizar y enunciar que, si bien los cuerpos son sexuados, las identidades de género son múltiples y se ven afectadas y conducidas de maneras distintas por el sistema heteropatriarcal imperante.

 

[7] Entendemos que para Foucault (1991) un dispositivo refiere a una red heterogénea de prácticas, discursos, disposiciones, instituciones y modos de organización que se utilizan estratégicamente para orientar, gobernar o controlar los comportamientos, gestos y pensamientos de los sujetos, que busca volverles “útiles” dentro de una determinada racionalidad y para ciertos fines.

 

[8] En otro texto (Jiménez, 2020) hemos argumentado ya el vínculo entre la explotación y el despojo con la enfermedad, la depresión, la pérdida de sentido de vida que padecen las poblaciones y territorios convertidos en zonas de sacrificio. Para una lectura sobre los efectos de las políticas neoliberales sobre la salud pública recomendamos la presentación de María José Rodríguez (unam, 2021).

 

[9] Por ejemplo, el mandato social de maternidad para las mujeres se acompaña de lo que se denomina “penalización por maternidad en el trabajo”, que en México se refleja en que las mujeres embarazadas o con hijes se enfrenten al despido, la disminución de ingresos (33% en el año posterior al nacimiento del hije) y el aumento de la jornada no remunerada de cuidados (20 horas semanales), cifra que crece exponencialmente en las mujeres con menos ingresos y formación (pnud, 2021, p. 24).

 

[10] En el caso de llamadas al 911 por motivos de violencia contra las mujeres en el país, en abril de 2020 se reportaron 30 llamadas por hora, esto es un aumento del 42% en relación con el mismo mes del año anterior. Con respecto a las variaciones regionales, es de destacar que la estadística en Ciudad de México marcó un incremento de casi el doble de llamadas por violencia familiar (Equis, 2020). Por otro lado, se observa un aumento en la severidad de las formas de violencia contra las mujeres, incrementando el riesgo feminicida (El Colegio de México/onu Mujeres, s. f., p. 7).

 

[11] Es de señalar que la pérdida de empleo y la disminución de ingresos dejan a las mujeres en una mayor condición de vulnerabilidad frente a la violencia, pues limitan sus posibilidades de escapar de ella. (El Colegio de México/onu Mujeres, s. f., p. 8)

 

[12] Aquí nos sumamos a las voces que defienden que el origen de la COVID-19 es la degradación ambiental (O’Callaghan, 2020).

 

Elsa Ivette Jiménez Valdez

Doctorante en el Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Autónoma de Puebla y docente de la Universidad Iberoamericana, Puebla. Cursó la maestría en Ciencias Sociales del Colegio de Sonora y la maestría en Derechos Humanos y Paz en el ITESO, Universidad Jesuita en Guadalajara. Tiene una especialización en políticas públicas y justicia de género por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).

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Víctimas invisibles de la COVID-19: migrantes