La comunidad de los perros: aproximaciones críticas a una política más allá del pánico

Resumen: El trabajo presentado en este artículo se centra en la contradicción que existe entre los conceptos ético-políticos de pánico y de otro. Para ello, se buscará hacer un análisis hermenéutico a partir de los trabajos de los autores Jacques Derrida y Emmanuel Levinas y, de este modo, exponer los dos caminos que se toman desde cada una de estas perspectivas. Todo esto con el objetivo de hacer una apuesta que renuncie a las formas de institucionalización ético-políticas que emergen desde el pánico y que, por el contrario, procuren el encuentro con el otro, asumiendo con ello los riesgos y los peligros que se prevén cuando nos enfocamos en miradas que no pretenden ser un humanismo ingenuo. La forma para hacer el desplazamiento entre la exposición general del tema y llegar a analizar con más detenimiento el punto de encuentro con el otro se dirigirá de la siguiente manera: primero abordaremos las diferencias entre una forma de ontología política que se resiste a lo que aquí denominamos, de la mano de Derrida, “metafísica de la presencia” y, por el otro lado, de quienes tienen la pulsión conservadora de partir todavía de los viejos principios como la Verdad con mayúscula. En un segundo momento trataremos aquello que se disputa entre unos y otros que, a nuestra consideración, es el principio de orden y de mando llamado arché. Finalmente, explicaremos las implicaciones de la renuncia a este arché y la posibilidad político-ética del encuentro con el otro en lo que nosotros denominaremos la comunidad de los perros.

Palabras clave: pánico, otro, arché, ética, política.

Introducción

La verdad ha muerto y la hemos matado nosotros. La flanqueamos por todos lados y entre la artillería y los arqueros hemos cometido este parricidio. El padre del cual nacen las cosas ya no se encuentra más con nosotros y la ceiba con la cual se creó el mundo no es más que un tronco seco. Hace ya mucho tiempo que dirigirnos a la verdad universal parece más bien una treta de la melancolía y los intentos de regresar a ella se convierten en violencia conservadora, como los impulsos de quienes no son capaces de aceptar que los afectos cambian y fuerzan a golpe las situaciones para mantener el poderío del orden y la estabilidad deseada contra el cauce del río que se mueve.

Nosotros nos centraremos precisamente en dicho problema, en donde aparece la contradicción entre el pánico de quien pierde aquel presente que pensaba que le era suyo y el otro, quien refuta constantemente la soberanía de quien usa como reflejo de sí mismo la realidad que se le presenta. Para ello, realizamos un breve trabajo partiendo de la disyuntiva que produce la muerte de la última verdad, a la cual unos se dirigen de forma crítica buscando romper todo lastre de metafísica y otros se dirigen a ella desde el lamento y la tristeza.

El tema no es novedoso, pero lo nuevo también aparece en la forma de enunciarlo y de decirlo. Esta vez, lo haremos desde el encuentro entre tradiciones que son, principalmente, las filosofías de Jacques Derrida (1989a, 1989b) y de Emmanuel Levinas (2002), y a partir de estos autores haremos un análisis crítico-filosófico para buscar otras formas de pensar la política desde una comunidad distinta a la que podría pensarse a partir de otras posturas filosóficas, como las que se sostengan en un principio de mando soberano que se imponga sobre la diferencia del otro. Finalmente, daremos algunas aproximaciones que inviten a comprender la opción de los dos caminos que se toman en la pérdida anunciada desde el inicio del texto. La opción que más nos interesa es aquella que acepta críticamente esta pérdida y se arroja a la desnudez del encuentro con los otros sin garantías de ningún sentido último que nos pueda salvar de las posibles amenazas, es decir, la opción por la que nosotros llamaremos la comunidad de los perros. Nuestra hipótesis al respecto es que a partir de la tradición que aquí revisamos, que busca en el encuentro de la ética y la política en la responsabilidad por el otro, es necesario renunciar al espacio de privilegio de lo Uno sobre lo Mismo para ir más allá de la política del pánico y acercarse a la comunidad particular que nosotros sugerimos.

Diferencias: una ontología política frente a la metafísica de la presencia

La verdadera línea divisoria de la crisis contemporánea
no corre entre liberales y totalitarios,
sino entre los trascendentalistas religiosos y filosóficos por un lado
y los sectarios inmanentistas liberales y totalitarios por el otro
— Eric Voegelin, Los orígenes del totalitarismo

Existen por lo menos dos formas claras de pensar la política: la del pánico y la del otro. No hablamos aquí de una simple división jacobina entre izquierda y derecha, entre los del Oriente y los del Occidente, entre el Norte y el Sur Global; nuestra escisión, según nuestra consideración, es de un carácter mucho más radical. La división no se encuentra en el campo de las preferencias, sino en el campo entre el ser y la nada, en el terreno de una ontología política que se manifieste como lucha contra la metafísica de la presencia.

Para comprender esto, iniciemos definiendo la ontología política. Para Ángel Octavio Álvarez Solís es una crítica destructiva a todo intento de clausura metafísica del presente (2020, p. 1). Con ello, lo que se está diciendo es que dicha forma de concebir el mundo se caracteriza por la lucha contra todo cierre de una política sin salida, o bien, contra el final del fundamento último. En términos afirmativos, la ontología política se caracterizaría por su fuerza destructiva que, en acto segundo, construye formas nuevas con los pedazos de aquello que destruye. Si la ontología política es esto, tendríamos que anunciar que se está discutiendo frente a algo, lo cual referiremos como “clausura metafísica del presente”.

Dicha clausura, que entenderemos como término frente al cual se hace crítica desde la ontología política, podemos identificarla en el trabajo de Derrida a partir de lo que él denomina “metafísica de la presencia”. Ésta se refiere a los esfuerzos de la filosofía occidental por querer comprender las cosas desde su “aparecer” o desde su “revelamiento”, es decir, como ente cuando en realidad el ser de las cosas estaría oculto. Sería una forma de entender las cosas sólo desde las representaciones ónticas y cientificistas; por lo cual, nos remitiríamos a saberes técnicos e instrumentales que se postrarían violentamente sobre la phisis (Heidegger, 2015). Así, la metafísica de la presencia pondría al ente como el centro y la constitución de éste mediante una figura central que sería expresada como presencia. Con ello, se tendría como consecuencia que para comprender el ente tendríamos que entrar en un juego de significaciones que parta de un centro inamovible en el cual las cosas serían siempre ellas mismas, como si tuviesen un origen que fuera la Verdad.

Este principio inamovible, en donde las cosas siempre son idénticas a ellas mismas sería lo que se pondría en tensión. Si, por un lado, hemos visto que la metafísica de la presencia nos ha llevado a la inevitable violencia de querer que todo sea siempre idéntico a sí mismo, como si estuviese ya dado de antemano y, al mismo tiempo, hemos visto que la historia de la metafísica no nos ha llevado a otra cosa que a la ciencia moderna que se expresa como presencia y a la destrucción de la phisis, o bien, a la destrucción de todo lo que no aparece en forma de presencia (llámese naturaleza, otro, diferencia), entonces la crítica que se buscaría hacer tendría que partir de un nuevo juego de significaciones donde renunciemos al origen en tanto que presencia. Este juego en términos de ausencia de origen, diría Derrida, nos tendría que dirigir a uno de dos caminos: al camino de la nostalgia, que nos llevaría a las lamentaciones por el origen ausente, o bien, al camino de la afirmación nietzscheana, que goza la inocencia del devenir sin verdad (Derrida, 1989b, p. 400). La forma nostálgica trataría de regresar hacia el origen, forzando sus esfuerzos hacia dentro de sí. De manera contraria, la forma afirmativa saldría de sí a partir de sus diferencias.

Un camino nos lleva a la imagen narcisista que siente repulsión y pánico frente a la diferencia. El otro, nos lleva a lo desconocido, pero desde una apertura que se acepta afirmativamente como el niño que repite de forma gozosa el momento de separación en el juego (Freud, 1992). En un primer escenario estamos frente a la búsqueda de un principio de orden y de mando, que nosotros comprendemos como arché, y en un segundo escenario caminamos hacia su renuncia.

Explicando ahora a modo de resumen: existe una disyuntiva política que no se entiende por la separación tradicional entre “izquierda” y “derecha”, o bien, que no se comprende desde la expresión óntica de la política. Dicha disyuntiva se entiende, por una parte, desde una perspectiva ontológica, dentro de la cual se crean dos formas de lo propiamente político: una forma afirmativa, como comienzo de la acción sin figura unitaria que remita al principio de todo principio; por otra parte, se encuentra la forma conservadora de dicho principio. En una se anuncia la muerte del fundamento o, si lo queremos ver desde una metáfora levinasiana, la reducción del “exceso de luz” (Levinas, 2002; Derrida, 1989a) y en otra se encuentra la búsqueda del Mismo, o bien, del fundamento último entendido en griego como arché [principio de orden y mando], o bien, ousías [ser].

La disputa por el arché y la comunidad de los perros

Reconocer al otro es alcanzarlo a través del mundo
de las cosas poseídas, pero, simultáneamente,
instaurar por el don la comunidad y la universalidad
— Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito

El arché es el primer principio que se anticipa a todo derecho de mando y se afirma a sí mismo como mando legítimo (Rancière, 2011). Se anticipa porque es lo ahistórico de la cualidad de mando, ya que precede como derecho divino. Mandato legítimo autorreferencial porque según las definiciones ahistóricas de las cualidades de mando se moldea su principio. El arché describiría un poder desproporcionadamente distinto de un jugador que es al mismo tiempo árbitro y que hace de su dictamen ley universal de aquello que se esté jugando. Sería, por así decirlo, el principio que daría pie al deseo de poseer la luna de Calígula o al temor hobbesiano por la amenaza de muerte que representa el otro.

El arché dicta quién está sujeto a la ley del deber y del don. Si es el principio que se afirma a sí mismo, entonces él está fuera de todo deber, de lo contrario, tendrá que existir algo detrás frente a lo cual se estaría en deuda. El arché es un cierre como totalidad que no acepta ningún más allá de sí; por lo cual, está fuera de toda comunidad o toda entidad que lo desborde; entidad que, en tanto fuera de la totalidad, sería entendida como el otro. El otro, como figura extraña, sería enemigo porque su rostro reclama (Levinas, 2002) y pone a temblar el espacio de la soberanía que no tolera nada fuera de sí, pero, al mismo tiempo, sería constitutivo del arché. Enemigo porque amenaza con su sola presencia la plenitud de la totalidad, constitutivo porque, en tanto figura cerrada, sólo puede identificarse mediante un distinto del cual pueda estar separado. Esta tensión puede identificarse como una aporía de la totalidad, en tanto que ésta sólo puede suponerse reconociendo a su imposible que desea exterminar, violentando el afuera de sí, que es el otro como rostro (Levinas 2002; 2005) inidentificable.

Dicha tensión constitutiva del arché podemos asimilarla con la figura de lo político en Schmitt, en donde se constituye la identidad política mediante la intensidad en la división que existe entre una asociación de amigos que se disocian de los enemigos (Schmitt, 2009a, p. 57). Lo político, bajo estos términos, sería la dimensión humana que busca –de forma fallida– exterminar a aquél con el que se reconoce desde la infinita diferencia. El arché como principio del origen de lo político funcionaría como figura ontológica y figura teológica. Ontológica porque es el punto de origen que le da el ser a la política en la producción de identidades cerradas y enemistadas, y teológica porque funge como figura divina que designa el orden de lo dado, pero de forma secularizada (Schmitt, 2009b).

Aceptando dichos principios, ahora discutamos qué pasaría si dejáramos por un momento la onto-teología política de Schmitt y renunciáramos al principio de orden y de mando, es decir, si partiéramos de cierto “ateísmo político”. Como primer punto, nosotros diríamos que dicho ateísmo ya no supondría a otro que constituyera identitariamente al Mismo, dueño y soberano del arché, sino que, por el contrario, sería una separación en donde se renuncia a decodificar y administrar el ser del otro según del Yo y, más bien, se haría una comunidad a-tea donde la multitud se asociaría no por convergencias, sino por el reconocimiento de las distintas singularidades.

Veríamos nosotros un ejemplo muy concreto con una experiencia de Emmanuel Levinas, quien comparte su propia experiencia a-tea en la figura de un perro. Según su relato, él y otros judíos se encontraban en un campo de concentración cuando, de pronto, apareció un perro amistoso que, a diferencia de la multitud de gente que los miraba indiferentes, los reconocía (Levinas, 2005), diríamos nosotros, con ternura y amistad. Ahí, en ese campo de concentración, donde predominaba la teología hitleriana, apareció en un animal la figura de un amigo que, de forma inocente, ladraba amistosamente a los judíos que de ahí no podían escapar, reconociéndoles, en ese instante, su misterio que todavía no había sido arrebatado por la fuerza de los nazis.

Fuera de lo político identitario, aparecería lo político animal, que no nace del pánico, sino de la inocencia de quien ha renunciado al arché. Esta renuncia la identificamos como apertura pues, frente a la ausencia de una figura que complete al ser de la totalidad, existe una experiencia gozosa fuera del sí mismo en el reconocimiento del otro en tanto otro, como la fe de un infante que se aventura al juego con otros niños en un tiempo fuera del miedo producido por el deseo de conservación de la vida. Este vacío y fe inocente nosotros podemos identificarlo con el nombre de la comunidad de los perros.

La comunidad de los perros sería aquello que aparece cuando desaparece la figura teológica del arché. Los ladridos de los perros son los fantasmas de aquella aparición de lo ausente, o bien, la aparición de los desaparecidos. Los perros le ladran al principio de presencia del arché y se aparecen cuando desaparece lo presente, no porque ellos no hayan estado ahí, sino porque su ser-ahí se ratifica como ex-istencia con la territorialización de su sonido. Los perros llaman y evocan con su ladrido, pues ellos donan o regalan el reconocimiento y con su mirada reclaman un deber.

Cuando la figura teológica se esfuma lo que queda es el deber y el don, los cuales podemos reunir dentro del mismo concepto munus (Espósito, 2002). El munus es un reconocimiento del otro y, al mismo tiempo, un límite de la presencia de uno como lo Mismo en tanto que se topa con el límite de lo otro. El munus sería la condición máxima de igualdad de cualquiera con cualquiera, en donde todos somos perros, donde no hay garantías de ser uno más privilegiado que otro y donde no existiría un origen desigual donde, desde el comienzo, uno tenga un ser que sea más que el otro.

El riesgo de la comunidad que nace desde este deber y este don, es decir, desde una ausencia, es que se acaba con cualquier garantía de dominación de lo Mismo sobre lo otro. Los perros no pueden dominar con la técnica, no pueden suponer una superioridad de fuerza, ellos sólo reconocen desde un principio de igualdad que no apropia. Para los perros el otro sería límite de lo propio y no al revés, donde lo propio sería el límite del otro. Dentro de la comunidad de los perros existiría una deuda infinita, donde uno nunca está exento de pagar un tributo, ya que los perros, en tanto que iguales con los otros, siempre exponen la vida y no tienen ni armas ni escudos que los aventajen.

Los perros serían otra forma de ex-istir. Si, por un lado, existieran los lobos de Hobbes que son guiados por el pánico y el miedo y buscan, ante todo, la conservación de la vida a costa de la destrucción del otro, con los perros se encontraría, por otro lado, la guía por el reconocimiento, que surge en el momento de ver al otro en tanto otro y al dejarse contaminar por ellos, aun sabiendo que pueden ser maltratados, engañados o violentados, porque un perro renuncia a ser soberano, él no busca un poder afuera que lo aleje del resto, no busca renunciar a su subjetividad ni hacer una fuerza fuera de sí (Espósito, 2002).

Recordemos, el arché es un primer principio que se anticipa a todo derecho de mando, es la forma que nos dicta quién está en deuda y quién no y, al mismo tiempo, es una forma de onto-teología política que se postra violentamente frente al otro. Del arché nacerían los lobos y el Leviatán y, por efecto de este, sería imposible la creación de una comunidad. Por otra parte, existiría como alternativa una ontología política que discuta este principio de orden y de mando, tal y como es el perro de Levinas. Vemos, pues, que como opción política distinta al pánico se encuentra la comunidad de los perros.

Renuncias: hacia una aproximación al encuentro con el otro

Palabra y mirada, el rostro no está, pues, en el mundo,
puesto que abre y excede la totalidad.
Por eso marca el límite de todo poder,
de toda violencia, y el origen de la ética
— Jacques Derrida, Violencia y metafísica

La opción política de la comunidad de los perros, o bien, de la renuncia al arché, también es una opción ética en tanto implica una responsabilidad por el otro. La política pensada hasta aquí como la tensión que existe por la lucha frente al arché implica un compromiso ético en el momento en que refiere a la salida del Mismo por el otro. Este movimiento de salida no es otra cosa que un έπεκεινα τής ουσίας [más allá del ser] (Derrida, 1989a), que se abre desde la incompletud asumiendo el riesgo de ser profanado. Dicho riesgo proviene de la imposibilidad del encuentro con lo idéntico a sí mismo, es decir, desde la pérdida de la palabra soberana que acepta la imposibilidad de decodificación del otro a partir de traducir todo a lo mismo.

Perder la palabra es aprender a ladrar. Ladrar sería la renuncia a devenir soberanos, y renunciar a ser soberanos es desistir de la captura del otro por medio de la decodificación de sus sonidos, por lo cual, ladrar sería sinónimo de no poder ser traducido. Cuando se ladra, el Mismo no puede saber la exactitud de la palabra del otro porque el segundo haría sonidos que no pueden ser codificados, sería como hablar en otro idioma o, como bien nos enseñan Levinas y Derrida, devenir en extranjero (Levinas, 2002; Derrida, 2008). La traducción sería imposible entre animales y su reconocimiento no vendría de la profanación de la palabra.

La intraducibilidad de los perros implicaría por lo menos dos cosas: la renuncia a la violencia del Mismo frente al otro pero, al mismo tiempo, aceptar la imposibilidad de conocer al otro plenamente. La salida, tal y como habíamos dicho en el apartado anterior, tendría que ser contraria a la postura de la soberanía de los lobos hobbesianos, pues ya no sería posible traducir al otro mediante el contrato que nos congregue desde la ley universal del Leviatán. Por el contrario, la apuesta sería an-árquica, es decir, partiría de un principio de igualdad en cuanto a la toma de decisiones o del valor de la palabra ladrada, porque no podría decirse que la palabra del huésped es más verdadera que la del posadero, pues nadie, en estricto sentido, tendría forma de imponerse frente al otro; ambos se demandarían diálogo, pero ninguno sería capaz de realizarlo plenamente. El diálogo entre desconocidos sería una incitación a la fe de la palabra, como un salto al vacío que espera en el otro recibimiento y no hostilidad (Derrida, 2002).

El salto al vacío sería un riesgo, sería la ausencia de garantías de que la vida esté a salvo y, al mismo tiempo, sería una igualdad. El riesgo es la posibilidad de la muerte, de que el otro sea un espía que nos aceche y en el momento en que se le dé la espalda nos clave una daga. Sería la amenaza de un perpetuo estado de excepción, donde la ley del derecho no llegaría porque no habría tal; empero, sería la única forma posible para vivir en libertad debido a que se libera la existencia de determinaciones, como apertura del ser a la experiencia que le permita al ser humano la libertad de ser (Nancy, 1986) y devenir en un animal. Del mismo modo, sería una igualdad porque sería la ignorancia de no saber qué hay detrás del otro. Sería una igualdad del habla –o del ladrar–, donde ésta ya no sería convencimiento, sino un no pretender tener la razón; sería tener algo que decir, un asumir que en la palabra existe un reclamo por el hacer frente a los otros. Es, según lo visto anteriormente, un estar en deuda con el otro, porque es un no saber qué nos dice, es un infinito ofrecimiento de mensajes emitidos sin esperar una respuesta.

La aproximación al encuentro con el otro implica este don o regalo que se le ofrece, de ahí su naturaleza de deber y don. La salida del Mismo hacia el otro podríamos enunciarla como co-munus, como un encontrarse sin frontera que se expone a lo que Hobbes temía, que era la igualdad de los comunes (Rancière, 2011). Dicha igualdad no se da en términos de identificación, donde lo Mismo se vea como reflejo del otro, sino, precisamente, en darse cuenta de que el Mismo también es otro para otro, en que siempre hay un espacio intraducible que no puede salir a la luz. Ser iguales no es en la semejanza sino en la diferencia, en la singularidad de aquello que está más allá del ser, como en ese espacio inefable de un rostro que se revela un día en la calle entre dos anónimos que, sin voz y sin traducción, se encuentran.

El encuentro es el momento ético-político por excelencia. Ético porque discute y compromete la relación que existe entre una multitud de otros. Político no como captura de los otros por medio de la onto-teología del arché, sino por lo contrario, como desacuerdo del Mismo consigo mismo (Rancière, 1996), donde se cae el orden que permite el espacio privilegiado de la ipseidad y se cede al reclamo que anteriormente era ajeno. Es, insistimos, un quiebre con la estructuralidad de la estructura (Derrida, 1989b), donde la ley de significaciones de la figura central del Mismo sucumbe ante el silencio e intraducibilidad del otro, que le revela la imposibilidad de su poder absoluto.

Con lo expuesto hasta este momento sintetizaremos esta tercera parte diciendo que la renuncia al arché trae consigo una implicación ética en el compromiso con el otro; que el otro es un extranjero intraducible; que aceptar dicha renuncia por el principio de orden y mando implica aceptar tanto la igualdad en términos de intraducibilidad y anonimato como la libertad de determinaciones que se niega a la captura soberana por alguna especie de poder absolutista expresado en el Leviatán de Hobbes. Hemos visto que aproximarse al ser intraducible tiene su riesgo, porque implica el desconocimiento, pero, al mismo tiempo, es una apuesta ético-política que escapa del arché asumiendo el riesgo de perder la vida fuera de la seguridad de la jurisdicción soberana. Sería, regresando a la metáfora del animal, un volcarse a devenir perro amistoso y renunciar al deambulante que pasa indiferente frente al campo de concentración.

Conclusión

El punto de partida en el que iniciamos este breve recorrido teórico fue en la política y en los modos de entenderla. Vimos que las distinciones principales no se hacían entre Norte y Sur, Oriente y Occidente, sino entre quienes se postran contra la metafísica de la presencia desde el pánico de la pérdida y quienes aceptan alegremente la muerte de este principio de orden y mando. Para ello, vimos que existe un juego en términos de ontología política con respecto a la metafísica de la presencia y que el camino de este juego nos llevaría a la afirmación o renuncia del arché. En un segundo momento revisamos este concepto griego y vimos la alternativa desde la comunidad de los perros. Por último, nos adentramos en las implicaciones ético-políticas que suponen la renuncia del arché por medio de observar que en la renuncia aparece el otro reclamándole al Mismo que desista de su lugar privilegiado y que, en la renuncia, existiría una apuesta por una nueva comunidad.

El camino inició con la política, pero de ahí llegamos a la ética, no como si de la primera dependiera la segunda, sino, por el contrario, notando que al debate político por el arché le antecedía una demanda ética de responsabilidad por los otros. Para poder defender este punto al cual nos llevó el argumento del texto, hicimos cruces entre la posibilidad del encuentro con los otros desde la deuda de la comunidad (co-munus), la posibilidad de la igualdad de cualquiera con cualquiera desde la diferencia y animalidad y, finalmente, la demanda del otro al Mismo como extranjero que revela con su presencia una tierra extranjera a la cual nunca se tendrá acceso de manera plena. Vimos contrapuestas una ontología política del perro levinasiano contra la ontología política del lobo hobbesiano.

Finalmente, con lo investigado en este trabajo, pudimos observar que la hipótesis que sosteníamos, la cual pretendía que a partir de las tradiciones aquí revisadas sería necesario renunciar al espacio de privilegio de lo Uno sobre lo Mismo para ir más allá de la política del pánico no estaría descartada y tendría que ser tomada en consideración. Vemos que para encontrarse auténticamente con el otro en tanto otro y poder convivir más allá del pánico, no existe otra forma que no sea la de la igualdad de las diferencias en donde no puede descifrarse ni decodificarse la multiplicidad de extranjeros, y donde se asuma la posibilidad del riesgo de morir con tal de enfrentarse sin escudos a la vida del don.

El trabajo sigue abierto, con muchos puntos por fortalecer y con la exigencia de que fuerzas futuras lo lleven más allá de sí. El proyecto es enorme y por ello existe un largo camino por recorrer. Recién comenzamos a comprender las implicaciones de vivir desde una comunidad anárquica y poco a poco se construye una nueva mirada fuera de los lentes modernos que no nos han hecho ver más allá del espejo. Nos encontramos frente al temor a la amenaza que podría representar el otro, pero haber apostado por el camino del pánico nos ha llevado no sólo a la amenaza del exterminio del prójimo, sino que, ahora más que nunca, nos amenaza con la extinción de nosotros como especie. En estos momentos, donde lo que aparecen son crónicas de una muerte anunciada, tenemos que ser creativos y volcar nuestras energías para encontrar una salida que no nos lleve al pánico, sino al encuentro con los otros, a salirnos de la inmunidad humana y encontrarnos en la comunidad de los perros.

Referencias

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José Pablo Segura Román

Politólogo egresado de la Universidad Iberoamericana Puebla. Actualmente cursa la maestría en Filosofía de la Universidad Iberoamericana de Ciudad de México. Su área de trabajo es la filosofía política y su tema de investigación es el concepto de hegemonía.

Contacto: jose_pablosr@hotmail.com

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